El planteamiento del libro, en más de 300 páginas, es todo lo contrario de lo que uno defiende, pero acepto la disidencia y, por supuesto, comprendo que el cosmopolitismo sea defendible, y tenga muchos seguidores. Todos ellos enfrentados en lo dialéctico, ya que: leoneses, escoceses, catalanes, bretones, vascos, vénetos, galeses, tejanos, gallegos, granadinos, navarros, lombardos, etc, y tantos otros pueblos de mayor o menos enjundia en su identidad, tienen y defienden una identidad, sin considerarse ciudadanos del mundo; aunque no niegan, por la correcta y obvia elevación, que existan seres humanos diversos con derechos y deberes, todos habitando el planeta Tierra, y todos y cada uno más que respetables. La obra parte del aserto de un personaje genial, como fue el filósofo griego cínico llamado Diógenes. Este ser humano no subrayaba su ascendiente, su clase social, o si era varón o mujer, y aceptaba, estimo que con cierta ironía, que todas las personas eran iguales; lo que subraya en su relación con el rey Alejandro III Magno de Macedonia, al que no hizo ni el más mínimo caso, y le exigió que no le tapase la luz y el calor del Sol. “Se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que solo hay un gobierno justo: el del universo (kosmos)”. En el caso de los hinduistas, Gandhi, Nehru, y el resto de los fundadores de la nación de la India, fueron estos los que se encargaron de poner al budismo como centro de su bandera político-social, por defender esta religión los antecedentes básicos de la igualdad entre los ciudadanos. El jurista B. R. Ambedkar, se convertiría al budismo en su adultez, y pese a formar parte de la casta de los “intocables”, luchó hasta la extenuación para que la igualdad fuese lo enaltecedor de la dignidad humana. Nelson Mandela tuvo una relación de conocimiento cultural, ya que leyó sus Meditaciones, con el emperador estoico Marco Aurelio, y esta teoría paradójica, ya que ese emperador, de la dinastía de los Antoninos, masacro cristianos como ninguno, está en la constitución de la Unión Sudafricana. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los redactores se abstuvieron explícitamente de usar un lenguaje que se considera propiedad de una tradición particular (como, por ejemplo, las alusiones cristianas al “alma”). Está claro que a los fundadores de la política cosmopolita les parece que existen unos deberes obvios morales, de respeto estricto a los demás seres humanos, lo que incluye la lucha contra la injusticia, contra los crímenes de lesa humanidad y, obviamente, las aboliciones de todas las guerras de agresión. Pero en esta situación filosófico-moral existe lo empírico, ya que la desigualdad material es evidente entre los diferentes estados de La Tierra, desde la esperanza de vida, hasta el acceso a la cultura, a la educación o a la sanidad. Las diferencias entre las diversas posibilidades del acceso a la alfabetización son enormes. También se citan otros filósofos de unos comportamientos inexplicables con las teorías que defendían, como por ejemplo Marco Tulio Cicerón o Lucio Anneo Séneca, quienes hablaban de estoicismo y paz interior, mientras vivían como auténticos plutócratas y poseían un importante número de esclavos. Otro de los pensadores interesantes, se encuentra en la Edad Moderna y es Hugo Grocio (1583-1645), quien trató de marcar la agenda en el campo de las leyes de la guerra, amén de que el orden internacional de esos siglos XVI y XVII, se viese imbuido de normas morales. Una de las cuestiones más vitales para Grocio, a pesar de ser un cristiano devoto, es que la política no tenía ninguna necesidad de tener una base cristiana teísta. Adam Smith, ya en pleno siglo XVIII, defiende la existencia de unos deberes estrictos de ayuda material dentro del propio país, en el ámbito de la salud y de la educación. Por ello realiza una acre crítica de la dominación colonial y del daño económico, casi irreversible, que produce en las naciones y pueblos colonizados. La prof. Nussbaum defiende la importancia tanto intrínseca como motivacional de los lazos familiares y de la amistad sin negar que todos debemos algo a nuestros conciudadanos, asimismo acepta un patriotismo transaccional, con lazos de reconocimiento e interés hacia otras personas más allá de nuestras propias fronteras. No obstante, para subrayar este último aserto, cita a personajes históricos, pero que no en todas las ocasiones, han defendido ese sumatorio dicotómico de preocuparse por sus nacionales y por los foráneos a la par; aunque algunos de ellos, a un servidor, le rechinan los goznes de la historicidad ética en algunos de estos casos, dos de ellos son, cómo no, los presidentes de los EE. UU. de América Abraham Lincoln o Franklin Delano Roosvelt. Otra de las cuestiones que analiza es aquella de considerar a la nación como una unidad que tiene una importancia tanto práctica como normativa. También se centra en el caso de los derechos humanos de las mujeres, yo sostengo que el papel de los acuerdos internacionales es más moral y expresivo que legal, pero que, aún así, pueden servir para impulsar tradiciones legales dentro de cada nación. Termina indicando que, gracias al derecho internacional, se pueden arbitrar fórmulas y movimientos políticos que luchen contra las injusticias. En suma, una obra literaria de una importante densidad, que merece una lectura obligada y sobresaliente. In occasu saeculi sumus! Puedes comprar el libro en:
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