Lo de Manuel Moya, Fuenteheridos (Huelva), empieza a ser patológico y me explico. Este escritor, nacido en plena Sierra de Aracena y Picos de Aroche, en una delicia de pueblo, pequeño, ordenado, limpio, rodeado de árboles centenarios, de manantiales que precipitan humedades por la calle, de gente que va a lo suyo y lo demás le importa una higa, este escritor decía, ha conseguido crear un imaginario capaz de hacer temblar de gozo a todo aquel que lleve a gala denominarse lector, tanto en lo poético como en lo narrativo. Y luego, además, se ha dedicado a inventarse heterónimos, algunos de los cuales son más reconocidos que la persona que les dio vida. Como ocurre con Violeta C. Rangel y su libro “La posesión del humo”, que se estudia en universidades españolas y norteamericanas y ha sido traducido a varias lenguas.
En el introito de “Dientes de perro” Manuel Moya nos avisa con lo siguiente: “Comience exigiendo una frase contundente, germinadora. Sopese el ritmo interno de esa primera frase y, si le agrada, sígala. Dedique ahora su atención al proceso evolutivo de la pieza y no se deje impresionar por un cabo a medio atar o un silencio donde quepa la Enciclopedia Británica. Lea en el vacío con la precisión y la naturalidad con la que una simple golondrina construye su nido en el alero. Dude del texto y del autor siempre y cada vez. Piense que de cada diez microrrelatos que caigan en sus manos, solo uno será en verdad aceptable. Al llegar a la última frase, discurra sobre esta sencilla exigencia: ‘¿igualaría esta breve pieza el crujido que el caminante produce sobre la escarcha?’.
Manuel Moya ha obtenido un considerable número de premios literarios con su decir lírico: el Ciudad de Córdoba, el Leonor, el Fray Luis de León o el Hermanos Machado, entre otros. Pero, también con su prosa, tanto en corto como en largo: el Premio de la Crítica de Andalucía, el Fernando Quiñones de Novela o el Tiflos.
Al decir de quien garabatea estas letras, la obra de Manuel Moya se ha convertido en imprescindible y lleva camino -si nada se tuerce- de ser inmarcesible. Sus libros de cuentos “La sombra del caimán”, “Cielo municipal”, “Zorros plateados”, “Caza Mayor” (Premio de la Crítica de Andalucía) o “Dientes de perro”, que continúa la senda del anterior, mejorándolo, así lo demuestran.
Sus novelas “La mano en el fuego”, “La tierra negra”, “Majarón” o “Las cenizas de Abril” imprimen un sello propio al decir narrativo. Un extraordinario manejo del lenguaje y un acotamiento en los diálogos que debe ser analizado y estudiado, por la forma en que se adapta a los personajes y a las situaciones que describe.
Su tarea como traductor tampoco es baladí. Ha puesto a nuestra disposición, en editoriales de mucho prestigio, las obras de Sandro Penna, Gianni Rodari, José Saramago, Cardoso Pires, Lidia Jorge, Miguel Torga, Mia Couto, Concepçao Lima, Cláudio Guimaraes…, pero, sobre todo, a Fernando Pessoa y a sus heterónimos Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro o Bernardo Soares.
Manuel Moya es uno de los grandes especialistas contrastados en la vida y obra de este escritor portugués, del que prepara ahora una biografía que, sin duda, dará que hablar. Pondré solo tres ejemplos de traducciones del escritor luso que me han epatado y que releo frecuentemente: “Libro del desasosiego” y “Ficciones del interludio” (ambos en Alianza Editorial), y “Cuentos” (Editorial Páginas de Espuma).
Pero, volvamos un instante a “Dientes de perro”, el libro de microrrelatos que se acaba de presentar, editado en Baile del Sol. El texto está dividido en cuatro partes: Deudas, Conspiraciones, Sacramentos y Epílogo. En una nota final, que pudiera funcionar como una poética, el propio autor manifiesta: “Como ocurriera con “Caza Mayor”, este libro, que no niega ciertas ínfulas fluviales, pretende ser orgánico, atento a las repeticiones y a las versiones que van marcando su curso y que, a falta de un tema preciso, procuran crear un ambiente nodular, de idas y venidas, con un cierto compás interno.”
“Dientes de perro” es un excelente texto para introducirse en él a vuela página, leer dos o tres relatos, y meditar sobre el fabuloso mundo que es la literatura. Solo eso, ni más ni menos.
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