Publicado en el número cuarenta y cuatro de la colección Alcap de Poesía, colección auspiciada por la señera asociación castellonense de mismo nombre, Todo es amanecer fue merecedor del Premio Alcap Internacional de Poesía 2018, un premio con solera que han recibido otros escritores como Enrique Monferrer, Amparo Bonet Alcón o Antonio Jesús Arbeloa. Miguel Romero Sáiz es el barquero que conduce a los lectores desde el muelle-prolegómeno hasta el libro-isla de Pedro José Moreno Rubio (Cuenca, 1940). Durante el trayecto, el barquero nos previene acerca de la habilidad arquitectónica del poeta, quien por sus propias palabras, se prevé preciso en la métrica y de cuidado lenguaje. Ya por el título del libro podemos intuir un posible optimismo, una propensión al ensueño, una felicidad que, de corresponderse con la connotación catafórica del epígrafe, debería desperezarse prontamente en la lectura. Si recordamos algunos anteriores títulos publicados por Moreno Rubio podemos deducir que estamos ante un poeta de la luz: No detengáis el alba, Donde nace la luz, Albriciador de auroras o Ebrio de luz, son solo algunos ejemplos. Nada más lejos de la realidad, en la poesía de Moreno Rubio, la luz, como elemento poemático, ocupa un lugar de relevancia. Hemos de apuntar que esto repercute casi siempre en lo que algunos críticos literarios denominan mediterranismo: el paisaje, el color, la intensidad de lo visual, adquieren entidad, profundidad y protagonismo. Pero esta luz, como elemento, en la poesía de Moreno Rubio posee una doble articulación, y es la luz como arquetípico símbolo universal. Son muchas las culturas en las que la luz —digamos— que evoluciona de fenómeno físico a un arquetipo simbólico. Esta percepción se da en gran medida por un proceso metonímico de metáfora, ya que la luz y el vasto espectro de iridiscencias que propone, resulta de una significación icónica no solo para la poesía mística, sino para los textos religiosos. En este caso, es clave recordar el principio de la Biblia: «Hágase la luz», en el cual, este hecho de naturaleza cosmológica desencadena el íncipit total de la creación, de la epifanía luminosa emanará el ser y su existir. No debemos olvidar que Moreno Rubio estudió Humanidades y Lenguas Clásicas, pero también Filosofía y Teología, dirigió el periódico La Voz, de divulgación religiosa y en el año 1964 se ordenó como sacerdote, ejerciendo, además, como párroco en Abia de la Obispalía hasta principios de los setenta. Por tanto, la interpretación de la luz en la poesía de Moreno Rubio siempre oscilará entre estas dos lecturas. Lo primero que llama la atención del libro es su estructura. Moreno Rubio divide su discurso en cuatro grandes partes tituladas como las estaciones del año. Es remarcable que el otoño sea la primera estación del poemario, ya que siguiendo el orden natural terminaremos el libro culminando con la estación del sol y la alegría: el verano (queda encontrado el optimismo). Pero esta escalera temporal, que es también espacial, psicológica y acrílica, viene precedida por un poema-obertura titulado “El poeta”, un texto propedéutico en el que el autor devela su poética, transparenta la esencia del libro en la figura del bardo y ese momento místico en el que subyugado por la naturaleza respira inspiración. Una cita de Pessoa acompaña a este primer poema para recordarnos que ser poeta es una forma de estar solo. De esa soledad iluminadora el poeta construye su religión. La serena contemplación le hace encontrar belleza, una belleza que para compartirla debe decirse, ello despierta y abre su sensorialidad y es esta la que le conduce a una honda emoción. De la emoción surge la reflexión y, de todo ello, emerge el canto: «Desde la oscura noche surge el alba / con su limpia y gozosa transparencia. / Flota sobre el jardín la luz del día / y las flores levantan la cabeza / sintiendo ya el placer de ser miradas». Este será el ciclo repetitivo de la creación, una creación que en el libro de Moreno Rubio se dará principalmente por el arrobamiento del ser ante la maravilla natural. Ya en este primer poema observamos cómo Romero Sáiz tenía razón al llamar `arquitecto del lenguaje´ a Moreno Rubio, pues la mayoría de sus versos son endecasílabos perfectamente acentuados. Una hermosa cita de Francisco Brines nos introduce al otoño, primer movimiento de esta sonata, y no podemos evitar recordar su maravilloso libro El otoño de las rosas. Este otoño es la latitud más extensa del libro (seis poemas), y el libro en total se compone de veinte. Si el primer poema supone una perífrasis prodigiosa acerca del otoño y sus entumecidos colores: «Arden los naranjales. / En sus ramas rotundamente verdes / pequeños soles brillan. / El humilde granado, sorprendido, / muestra sus frutos / como senos de trigo a la intemperie / crujiendo de hermosura», de su cromatismo pasamos a la narratividad de un poema en prosa titulado “El sembrador”, el cual contrasta a la perfección formalmente con su antecesor, y viene a contarnos sobre la unión del hombre y la tierra y lo sacramental y litúrgico que es para el hombre de campo el acto de sembrar, casi como un acto de amor: «Sembrar es hacer el amor a la tierra y dejarla embarazada». El viento, la tormenta y la vendimia son tres elementos poemáticos cuya fuerza expresiva esplende en los demás poemas que completan este bloque. Es destacable que el poema que clausura esta parte, titulado “Viento de noviembre”, describa el nacimiento de un amanecer en sintonía con el título del libro, como también lo es que a sus versos acompañe una cita de Joaquín Riñón. Este alba alumbra la entrada del invierno, segundo estadio, un invierno acompasado en cuatro movimientos que también culminará con otro amanecer, otro triunfo de la luz como símbolo de vida y esperanza. El poeta gusta de mezclar emociones pues, si termina cada estancia del libro con el optimismo del amanecer, el invierno comienza con “La tristeza del naranjo”. En este primer poema, vemos que el poeta combina el verso heptasílabo con el endecasílabo de forma habitual, su dilatada trayectoria y experimentado oficio hace que versos de metros diferentes armonicen como un todo que cohesiona el discurso: «El naranjo se muere de tristeza. / Llora como los sauces junto al río / viendo pasar el agua». La personificación de los elementos de la naturaleza, tan propia del Romanticismo y las églogas garcilasianas, es algo habitual en los poemas de este libro. Y no solo personificación, sino contagio emocional del hablante lírico a los actores poemáticos, quienes hacen suyas las emociones del poeta para subrayar y moderar cada conmoción. Si en el poema titulado “Invierno” aparece la reflexión sobre el tiempo y la preocupación que genera que todo sea efímero, en el poema que lleva por título “Nieva” el poeta reconoce en el simple hecho de caer la nieve toda su grandeza: «Nieva en silencio / y no sucede nada. / ¡Nieva!». Pero esa nada es a su vez todo, pues nevar es cometido del invierno, se cierra el ciclo si cada estación cumple sus funciones. Pero Moreno Rubio encuentra su mejor versión en los remates de cada parte del libro. “El triunfo de la luz” es un colofón espectacular, en el amplio sentido de la palabra, que corona el ecuador del libro con un excelso sorollismo, a la par que una cuidada figuración metafísica: «Las tinieblas cubrían todo el orbe / con su negro sudario. / Era noche cerrada, / un espacio sin aire ni sonido / ni referencia alguna»; «El hombre miró al cielo. / Su frente fatigada percibía / el rumor prolongado de los astros. / Entonces comprendió que había un paraíso / y vieron las naciones el triunfo de la luz». La llegada de la primavera (tercer estadio) procura la extensión de los versos, ahora adquieren mayor presencia que antes los versos alejandrinos, y a la vez aumenta el fervor por la influencia del entorno, este inflama al hablante lírico conduciéndolo a accesos de éxtasis: «Llega hasta mí el sonido de una palabra entera / que el universo grita con fuerza creadora. / Qué inmensa dicha ahora cuando la vida fulge. / Todo crece y asciende. / Está naciendo tanto…». Pocos poemas componen estos últimos apartados, pero muy intensos. El despojamiento de lo físico es cada vez mayor. Las estaciones son en realidad una escalera hacia la desnudez, hacia el encuentro con lo inefable. Hay un cariz ascético, místico, en esta progresión de la conciencia a través de la luz: «Entre finos guijarros nace una flor de luz / lengua que quiere hablar y lo que dice es vida». Bien por esa ascensión o por un obligado ejercicio de memoria, el poeta asocia ese radiante y nuevo corolario que apenas empieza a asumir con el amor vivido. Esto da pie a acceder al resolutivo y último tramo, un verano que es explosión de luz, revelación, abandono del cuerpo y cénit de una verdad ulterior: «Un viento de luz hiere los ojos que ahora miran / dispuestos a decir el nombre de las cosas. Todo es sorpresa, es vida / que modula la luz en diferentes formas». De nuevo encontramos un poema en prosa, titulado “El mirador”, y en él el hablante lírico ya desborda su propio cuerpo y lo abandona. Es ahora un contenido sin continente. Desaparece la noción de tiempo. A través de la palabra, renombra de nuevo las cosas para hacerlas suyas y experimenta la plenitud, se funde con todo cuanto existe y no está aquí ni allá, observa y es observado, solo así comprende todo lo que antes ignoraba, solo olvidándose de sí, abandonándose, se ha encontrado realmente. La enseñanza de esta transformación se encontraba y se encuentra latente a nuestro alrededor, solo es preciso tener conciencia de su existencia, asumir nuestras carencias, para que el proceso de ese encuentro —panspermia silenciosa— florezca a través de la contemplación: un mensaje muy pertinente en esta era de ruido y desasosegante deshumanización. Cada cual debe extraer sus propias conclusiones tras la lectura de este poemario, el poeta no quiere dogmatizar su discurso, parte de su grandeza es que su inoculación en nosotros se da por contagio. Puedes comprar el poemario en:
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