Desde los inicios del siglo XIX, y sobre todo en el último tercio del siglo XX, se hace mención, en casi todos los textos historiográficos, sobre ese absurdo anhistórico de dividir a las Españas, incluido el territorio portucalense, entre blancos y negros, sin tonos de grises, son las dos Españas, una laica y progresista, y la otra clerical y conservadora-tradicionalista. El autor toma partido, de forma poco rigurosa, por la revolución de 1934, sin considerar como el Frente Popular no respetó ni aceptó el triunfo de la CEDA; lo que no tiene nada que ver con el levantamiento militar del año 1936, absolutamente inexplicable. Se establece un parangón, que no entiendo, ya que no es aceptable-comparable en ninguna circunstancia, entre el levantamiento del coronel Segismundo Casado y el militante del PSOE Julián Besteiro, contra el estertor agónico de la 2ª República en el año 1939, “salvar a España de una toma de poder por parte de los comunistas”, y los hechos ocurridos en el palacio real de La Granja en 1832, en este segundo caso con la caída del primer ministro pro-carlista Francisco Calomarde, “¡Señora, manos blancas no ofenden!”. Pero, Fernando VII se recuperará de su posible apoplejía y de consuno con su reina María Cristina purgarán de carlistas al ejército, a la milicia y al funcionariado del Estado Español; y reinstaurarán la Pragmática Sanción, que conllevará la subida al trono, de aquella mujer llamada Isabel II, manipulable por antonomasia. En las páginas 55 y 56 presenta dos discursos de un paralelismo obvio, uno del rey Carlos V y otro de Franco Bahamonde, respondiendo a los dos momentos de reivindicación del poder manu militari; aunque el general del Ferrol era más peligroso que el segundogénito varón del rey Carlos IV. Las guerras civiles españolas, en los siglos XIX y XX, se decidirán en el norte peninsular; en las guerras carlistas los vascongados y los navarros estarán ruralmente en el bando tradicionalista, aunque en la guerra civil del siglo XX Álava y Navarra estarán contra la República. Paradójicamente, los españoles se mataron de forma inmisericorde, pero también tuvieron largos periodos de inactividad, de tolerancia y de camaradería con el enemigo fraterno. En la milicia carlista, entre 1833 y 1835, existió un caudillo militar de primera magnitud y brillantez sin parangón como fue el general Tomás de Zumalacárregui, aunque hubo otros como Ramón Cabrera “el Tigre del Maestrazgo”. Los isabelinos o cristinos no les iban a la zaga, con Espartero, Narvaez, Prim, O’Donnell. En 1936 hubo un as de la aviación en el bando insurgente como fue García Morato. Como en todas las ocasiones de los enfrentamientos entre españoles, el gendarme frío y calculador será Francia, que no contemplará con la más mínima simpatía a ambos bandos en conflicto. En la guerra civil del siglo XX, los españoles no estarán solos en su carnicería, sino que soldados extranjeros apoyarán a ambos bandos, Adolf Hitler y Benito Mussolini con su homónimo franquista, y Josef Stalin y las brigadas internacionales en el bando republicano. Como en la época de la Antigüedad, la Península Ibérica será un magnífico campo de experimentación bélica sangrienta, para que las potencias se enfrenten, utilizando a los españoles y portugueses como carne cañón: Roma y Karthago; Bizantinos y Visigodos, y musulmanes de toda ralea y condición. La polarización del odio en los dos bandos españoles enfrentados los lanzaría a un baño de sangre: “Nos poseía un ardiente espíritu bélico, conscientes de la brutal realidad de la guerra civil en la que nadie daba y pedía cuartel”. Ambos bandos poseían el denominado “enemigo en casa o quinta columna”. La famosa constitución de 1812 constreñía los poderes de la monarquía, y ya las revoluciones de 1835 y 1836 despojarían a la autoritaria reina María Cristina del poder teórico que estimaba poseer. “España era incurable”. La 2ª República no era presidencialista, sino que el poder residía en la cámara de diputados. “A la abdicación de Alfonso XIII en 1931 le siguió el procesamiento, al que se dio mucha publicidad, de figuras vinculadas al rey y su dictador, de un modo que superó con creces a la persecución en la década de 1830 de los seguidores de Calomarde, y que tuvo como resultado que se alejó a derechistas posibilistas por las investigaciones inconsistentes sobre sus responsabilidades. Mientras que los militares golpistas republicanos de 1930, Galán y García Hernández, eran loados, el intento de golpe de estado en 1932 de un general de derechas provocó una oleada de persecuciones por parte del poder legislativo”. Estimo, modestamente, que el párrafo anterior define paladinamente cual es la idiosincrasia de los españoles a lo largo de esos conflictivos siglos XIX y XX. Verbigracia, tanto Niceto Alcalá Zamora como Manuel Azaña eran prácticamente mirones políticos, viendo los toros desde la barrera. Un caso especial es el del nacionalismo vasco, tanto en la guerra civil (según José Antonio Aguirre, “los nacionalistas vascos católicos luchaban por la libertad del pueblo vasco”), como en la guerra carlista de 1830, “los enemigos eran los castellanos centralizadores, y de hecho algunos contemporáneos entendieron la Primera Guerra Carlista como la lucha de los vascos por conseguir la libertad”. Estas son algunas pinceladas, que se pueden realizar sobre este magnífico libro, siempre en la línea de la gran Alianza editorial, que se resume en que en ambas guerras surgió el aserto mítico, sin ningún fundamento, de que estas guerras entre hermanos habían sido el fruto lamentable de traiciones. Extra historiam nulla salus! Puedes comprar el libro en:
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