De inmediato, le pregunté desde el teléfono por las dos que, desde hace algunos años, han suscitado mi curiosidad a ratos, pero tan dispersos y con tan poco empeño que no pasé de averiguar que eran diferentes patologías, aunque según síntomas, ambas de naturaleza vírica y de un origen no tan oriental como la actual —más bien caucásico, la primera; y la otra, abisinio—; la llamada peste Antonia del s. II y que se llevó por delante a Marco Aurelio, el emperador de las Meditaciones (170-80), mientras convertía en tan inmortal como para resultar la antonomasia de una profesión a Galeno, y la Cipriana, del s. III, que según algunos historiadores fue fundamental para el asentamiento del Cristianismo en el Imperio romano.
No me dio muchos más datos de los que el revoltijo de mi memoria conservaba. Empero, para compensar, me descubrió una plaga verdaderamente insólita; tanto que cuando pronunció su nombre parecía fruto de las imaginaciones juguetonas de Gómez de la Serna o de García Márquez: la epidemia de la risa de Tanganica. Infección, me comentó, singularísima donde las haya habido y tan distante de nuestro concepto de enfermedad que si no suscita la estupefacción y hasta el enojo por comparación con el presente que vivimos, al menos nos deja perplejos ante su manifiesta eutrapelia. Y, la verdad, aquella malaltía no era ni mucho menos para risa, porque inmovilizaba a sus víctimas a base de carcajadas, hasta incluso conseguir que se derramasen en llanto y aquejasen agudos dolores por todo el cuerpo, en tanto continuaban riéndose durante semanas y por los suelos con una espantosa incapacidad para contenerse. Brotó en la Tanzania continental y apenas si duró año y medio, allá por 1962, afectando solo a una región del país.
Quizá por eso, por su reducida concentración o porque sea una ingeniosa broma como el Triángulo de las Bermudas o las caras de Bélmez, no ha merecido la fama de tantas otras; siempre evocadas con esos tópicos lúgubres de carromatos cargados de cadáveres, fosas rociadas con paletadas de cal y lacónicos tañidos de campanas bajo el rumor estremecido del Miserere Dei; en fin, toda esa luctuosidad de guardarropía que impresiona tanto a los aficionados a las malas novelas históricas; porque en honor a la verdad, la gran obra literaria de la peste es el Decamerón (1349-51), libro audaz y vital como pocos, y que la epidemia de la risa de Tanganica me había recordado de inmediato.
Hace unos quince días, mi amigo Julio Llamazares le dedicaba uno de sus artículos semanales (El País, 14 del 3) a esta magna y festiva obra, además con el detalle siempre encomiable de recoger el puñado de novelas donde las epidemias han sido capitales para sus argumentos, desde la celebérrima Los novios (1821-42), de Manzoni, hasta La peste (1947), de Camus. Y resulta abrumadoramente admirable que Boccaccio, ante la peste Negra que redujo a su ciudad, Florencia, a un quinto de su población, encontrase en esa mortandad la ocasión para esta espléndida obra que es tanto conclusiva de un tiempo como germinadora de otro. Por lo pronto, arrumba a la retrónica escolástica y a las novelas artúricas —contra estas últimas, al ponerla bajo la advocación del príncipe Galeoto, uno de los malvados de la saga, y contra la aparatosa sabiduría de su tiempo, al titularla Diez días, en el herético y pagano griego—, para imponer la nueva narrativa renacentista; aferrada a la cotidianidad y vitalista en tal grado que ningún aspecto de la existencia —desde lo patético o a lo cómico— queda fuera de sus páginas. No voy a entrar en sus alambicadas fuentes inspiradoras ni tampoco en sus consecuencias, extensísimas, y sustanciales para la narrativa hispánica, que llevó las nuevas maneras del Decamerón más allá de lo imaginable, pero sí en algo que Llamazares pretendía con su artículo: que esta epidemia sirviese, como sirvió aquella a Bocaccio, para alentar un espíritu jovial, optimista, renovado.
Ahora mismo, y sometidos a este enclaustramiento, estamos sufriendo una catarsis —o si prefieren, una purga—, al encontrarnos privados no solo de nuestras obligaciones sino hasta de los más minúsculos entretenimientos, y con tan solo los chismes electrónicos para sentirnos comunidad y el hogar como reducto; a cada día, ambos más asfixiantes. Qué duda cabe que, sobre el temor a la ignota y terrible jornada siguiente al encierro cuando la inconmensurable calamidad de la plaga sea palmaria, maceramos ahora el sincero —a la fuerza ahorcan— escrutinio de nuestras vidas. ¿Tendrá algún efecto esta ascesis entonces o nos precipitaremos, primero, en la embriaguez jubilosa por haber sobrevivido y, luego, en la cólera ciega por encontrarnos ante nuestra temida pobreza, olvidando todo cuanto sentimos ahora? Ah, esa es la gran incógnita. Sin embargo, de lo que no me cabe la menor duda, es que ese día habrá amanecido el siglo XXI con sus nuevas exigencias, sean cuales fueren, como el siglo XX nació el once de noviembre de 1918, con el armisticio de la Gran Guerra. Qué lejos queda ya la opulenta y avasalladora Globalización, ¿verdad?
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