A decir verdad, el dibujo de su carácter y la biografía de Albert Einstein parecen una novela de Julio Verne que hubiera comenzado a escribirse, precisamente, el año en que éste dejó de escribir. Más allá de la paradoja, resulta muy tentador preguntarse hasta qué punto las ideas de visionario de Amiens pudieron tener alguna influencia en el descubridor del Tiempo Permeable. ¿Se leyeron? ¿Se admiraron? ¿Llegaron tal vez a conocerse?
Hay dos datos acerca de Einsten que, por inversión, demuestran cómo había leído a Julio Verne: no le gustaba nada la literatura de ciencia-ficción, y llegó a rechazar fortunas negándose siempre a escribir un libro de divulgación científica. Ahora bien, salvada la ironía, lo cierto es que la mecánica de los procesos mentales de Einstein operaba de una manera muy literaria. Antes que en una pizarra llena de apretadas ecuaciones, siempre se ha dicho que construía sus teorías “desde arriba”. Es decir, replanteándose las paradojas de la Física como un juego de creatividad pura, donde primero era la visión y después la confirmación empírica. “En ocasiones siento que estoy en lo cierto sin saberlo con certeza”, afirmó en cierta ocasión de lo más novelesca, cuando dos expediciones de científicos se propusieron poner a prueba su Teoría de la Relatividad. Un mes después, cuando el eclipse del 29 de mayo de 1929 confirmó sus intuiciones, respondió con otra frase digna de Verne: “Sólo hubieran podido sorprenderme diciéndome que estaba equivocado”.
Otra idea interesante que acerca las visiones de Einstein a las de Verne es su concepto de la ciencia como un viaje. Es decir, como una aventura, que explica tanto la velocidad de la luz como la obsesión de Phileas Fogg por dar la vuelta al mundo en ochenta días. Todo el mundo sabe que la luz “viaja” a 300.000 kilómetros por segundo. Ante esa evidencia, Einstein actualizó la curiosidad de Phileas Fogg: ¿qué sucedería si alguien pudiera “viajar” más rápido que la luz? Respuesta: sencillamente desbordaría el tiempo y podría adentrarse en un fascinante viaje al pasado, a la manera del protagonista de La máquina del tiempo, de H.G.Wells, pero también a la manera de tantos antihéroes vernianos, como los locos de la misión Barsac, atrapados en un alucinado viaje sin tregua contra el tiempo.
Cualquiera de ellos hubiera podido escribir la fórmula, E=mc2, y ninguno de sus contemporáneos le hubiera entendido. Bueno, alguno tal vez sí: El demente Robur que desertó del mundo a bordo del Albatros, o aquel tremendo Herr Schultze en quien Verne trazó un anticipo de Hitler. Cuando Einstein se dio cuenta de que una pequeña cantidad de materia (m) podía convertirse en una gran cantidad de energía (E) si se multiplicase por el cuadrado de la velocidad de la luz, seguro que en su mente se produjo una iluminación atómica y lo vio todo deslumbrante y aterradoramente claro. La posibilidad de construir un mundo feliz basado en una fuente de energía infinita, y la amenaza paralela de crear un arma de destrucción masiva capaz de consumar el apocalipsis en una fracción de segundo. De esta manera, pese a su ardiente filosofía pacifista, el trabajo de Einstein contribuyó a la creación de la Bomba de Hidrógeno y a todo lo que vino después.
Se lo había vaticinado Verne –“Todo lo que es posible se hará”-, antes de que él mismo coronase así su viaje de ida y vuelta. De las novelas imbuidas del más optimista de los positivismos, las de su primer ciclo –como Viaje al centro de la Tierra-, Verne deriva hacia un pesimismo progresivamente atroz a medida que observa cómo la ciencia se va convirtiendo en un peligroso instrumento de poder al servicio de los imperios. Correlativamente el científico, presentado hasta entonces con todos los rasgos del héroe moderno, irá degradándose por los abismos de la inconsciencia o de la demencia, hasta llegar a la premonición literal de la bomba atómica einsteniana -lean Frente a la bandera-. En adelante, cada una de sus novelas aprieta una vuelta de tuerca en su ajuste de cuentas con la utopía, y hasta se atreve a vaticinarnos un mundo de ideologías totalitarias sostenidas en el puro terror científico.
“Vivimos una época” –escribe Verne mucho antes que Orwell- “en la que todo ocurre, en la que todo ha ocurrido ya, podría decirse incluso. Si nuestro relato no es hoy verosímil, gracias a la ciencia, lo será sin duda mañana”. Y le responde Einstein, haciendo vibrar un rondó de partículas subatómicas sobre su violín: “Todo está predeterminado, tanto el principio como el fin, por fuerzas sobre las que no tenemos ningún control”.
En 1929, Einstein explicó el universo en términos electromagnéticos. En 1870, la definición verniana de la electricidad entendida como “alma del universo”, fue valorada como un delirio místico-esotérico sólo apto para mentes infantiles. Aunque siempre fue un autor de masas, a Verne nunca se le tomó en serio –de hecho, jamás le abrieron las puertas de la Academie Française. A Einstein le sucedió algo parecido. Aunque le concedieron el Nóbel, por más que la ciencia se rindiera ante él, la opinión pública nunca dejó de verlo como una especie de genio chiflado, ese científico tan divertido que sacaba la lengua a los fotógrafos mientras invitaba al mismo Dios a jugar a los dados.
Jugando con las partículas subatómicas, nada más divertido que esa observación einsteniana según la cual, a causa del efecto fotoeléctrico, una misma partícula puede estar en dos espacios simultáneamente. Entonces, jugando con la paradoja, ¿sería posible que una misma mente fuera, “al mismo tiempo”, Albert Einstein y Julio Verne?
La respuesta, más que a la física o la literatura, afecta a nuestra visión de la vida y del conocimiento. Para Einstein, aunque no leía a Verne, la imaginación era más importante que el conocimiento: “El conocimiento es limitado, la imaginación trasciende la idea de infinito”. Verne por el contrario, pese a que nunca imaginó la Teoría de la Relatividad, proclamó que la investigación científica podía ser la más maravillosa aventura.
Si el Tiempo es la cuarta dimensión del Espacio, nada más justo entonces que hoy celebremos el reencuentro de dos mentes infinitamente creativas donde se conjugaron en magnitudes dispares –como lo verosímil y lo visionario- el sueño de la ciencia y la ciencia de los sueños.
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