Como dice en la novela el viejo Zagreus, inválido e inmensamente rico: «Tener dinero es tener tiempo, puesto que el tiempo, como todas las cosas, se compra y permite buscar la felicidad». Ese tiempo que para muchos transcurre entre el trabajo y los quehaceres diarios es del que quiere huir Mersault, el protagonista de La muerte feliz, la primera novela que escribió Albert Camus entre 1936 y 1938 y que no se editó hasta 1971 dentro de Cuadernos Albert Camus I, Obras póstumas por decisión de su familia.
Obra contemporánea de El reverso y el derecho, y anterior a El extranjero, en ella ya encontramos las preocupaciones que marcarán la obra del escritor argelino, entre otras, la libertad limitada del hombre en su búsqueda de la dicha. Una dicha envuelta en una profunda tristeza del hombre frente al mundo. Una dicha que explora la amargura de la belleza, como si en sí misma, ésta solo aportara sufrimiento a los hombres, tanto a la hora de la creación como en su posterior contemplación. Entonces, ¿qué es la búsqueda de la felicidad sino el viaje interior hacia el conocimiento de uno mismo? Esa, quizá, es una de las conclusiones finales de Mersault que, en su,epílogo vital solo encuentra consuelo en el silencio. En la soledad del mar. De las altas cumbres. O en la sombra de una habitación desde la que se oye le rumor de unas olas que, como un diapasón, marcan el ritmo de su corazón.
Argel y su posterior huida a las ciudades y países europeos marcan el itinerario de un viaje que no es exterior, sino interior en la desesperanza que acoge al protagonista en su búsqueda de esa felicidad tan deseada y, que con el paso del tiempo, sabe que no se encuentra en el dinero sino en uno mismo: «Lo que me importa es cierta calidad de dicha. Solo puedo saborear la felicidad en la confrontación tenaz y violenta que sostiene con su contrario». Esa intención de búsqueda de aquello que se desea a través de su contrario es una impronta que está siempre presente en los pasionales protagonistas de la obra de Camus: inconformistas, taciturnos, inaccesibles y solitarios. Personajes que representan la desesperación del hombre frente a la vida que les ha tocado vivir y, por ende, frente a ese mundo inhóspito creado por el propio hombre. Un mundo contra el que Camus emplea toda su astucia y pasión a la hora de enfrentarnos a las grandes claves de la vida en las que nos posiciona.
En La muerte feliz ya explora esa dicotomía entre el deseo y la realidad. Por ejemplo, no es lo mismo buscar la propia felicidad a través del dinero y las posibilidades que este nos ofrece, que ser feliz sin la necesidad de tener dinero, pues la felicidad, como tantas otras cosas, se encuentra en las virtudes o defectos que conforman nuestros ideales o sentimientos. Un juego de contrarios que en demasiadas ocasiones nos confrontan con la infelicidad de no poder conjugarlos.
La muerte feliz es un periplo a través de la búsqueda de la dicha y su silencio. Un itinerario que poco a poco nos descubre la importancia y la necesidad del silencio. Ese espacio donde poder reflexionar acerca de uno mismo y sus necesidades, destellos y oquedades que dibujan aquello que somos. El auto conocimiento al que nos somete Camus es la vía mediante la cual llegaremos a reinterpretar el absurdo que nos persigue desde que nacemos. Un absurdo que nos hace sentir y actuar de una manera determinada, y tan diferente al resto, que provoca estupor, rechazo y envidia. Pues al convertirnos en ese otro que los demás aspiran a ser, nos transformamos en un peligro para el mundo, aunque nuestra íntima necesidad solo sea la búsqueda de la felicidad a través del silencio.
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