Allí, en esa austera fortaleza peraltada por severos glacis —ahora dulcificados por unos setos la mar de coquetos—, el ayuntamiento pretende establecer el museo internacional Federico Fellini, con el vano afán de atraer a un turismo más circunspecto y entonado que el gárrulo y familiar que lo atesta de chiquillería y camisetas estridentes durante el verano; como si esta muchedumbre de sombrillas, proclamando a voz en cuello sus distonías neurovegetativas y sus tatuajes donjuanescos, no fuera el más cumplido homenaje a Fellini de cuantos se pudieran concebir.
Sin embargo, no podía zafarme de este par de páginas, porque mi deuda con su cinematografía diría que, más allá de lo sentimental, frisa lo existencial. Pues si John Ford me había enseñado con qué pocos y certeros elementos se puede rodar un cuento universal —basta con una gran profundidad de campo y un par de actores sin más que una frase por decir y el gesto preciso como réplica—, Federico Fellini me mostró el más colosal de los espectáculos; superior en todo al de aquellas películas de la Metro en cinemascope o al de estas otras saturadas de trepidantes platillos volantes y derrumbes cósmicos, porque el suyo era el más inagotable y emocionante de cuantos se han concebido: el derroche de humanidad.
En cuanto a mi deuda, me basta con mencionar Los inútiles (1953), La dolce vita (1960) y Amarcord; películas que, con apenas una variación en su orden cronológico —o sea, la última situada en primer término—, relatan la biografía de cuantos chicos de pueblo llegamos a la capital para quedar varados entre sus más pérfidas y deslumbrantes trampas. Por eso, cuantos fuimos Marcello Rubini, cruelmente enamorados de la escurridiza y aristocrática Maddalena, nos quiebra los recuerdos la visión —no importa las veces— de La dolce vita. Y qué decir de Los inútiles, con su panda de gamberros por mero hastío, que tanto semeja la juventud de mi padre cuanto, por momentos, también evoca mis vagabundeos nocturnos de bachiller por todos los bares clausurados de mi pueblo, contra los que prendíamos un pitillo empedernido de soberbia. Y en lo que respecta a Amarcord, no puedo sino añadir que mi Maddalena particular la vetó para impedir que, ante mi consabido torrente de carcajadas, nos expulsasen del cine. De modo que por esta imprevista trilogía —como en algún momento reconociera el propio Fellini— su cine penetró no solo en mi tejido sentimental sino hasta existencial, aunque bien reconozca que su grandeza se cimenta en mucho más. Por ejemplo, en abolir el precepto básico de que todo relato cinematográfico se basa en un “conflicto” a resolver. En Fellini, desde la temprana Los inútiles, el “conflicto” se fue mitigando hasta desaparecer tras La dolce vita; él optó por sublevarnos la emoción con una sucesión de estampas de la vida a borbotón, donde cupieron desde el miserable carromato de Zampanò, en La strada (1954), hasta el inmenso paquebote de E la nave va (1983), que navegaba por aquellos océanos de majestuoso plástico. Y para que todo este abigarramiento tuviese una continuidad, se apoyó en el grandísimo Ennio Flaiano y, tras su muerte, en el no menos grande —pese a la brevedad de su tamaño— Tonino Guerra. Ellos escribieron sus desconcertantes diálogos y, a veces, hasta dieron título a sus películas, porque ellos estaban también en el secreto de Fellini: el acicate más sólido de la vida es la ilusión; solo que si se contempla la ajena y con la debida distancia, suele resultarnos patética. Rodarla con el brío requerido para que esta apreciación resulte un inagotable divertimento fue su gran tarea.
Pero la ilusión, ese merengue de ensueños, exige siempre de una música que le encienda la calentura visionaria. Y Fellini tuvo la fortuna de encontrar el oído adecuado: Nino Rota. A Rota le bastaba con una sugerencia de Fellini o, incluso, saber qué pieza había utilizado en el estudio para dar ritmo a sus tumultuosas coreografías para acometer el esbozo, en un piano cualquiera de Cinecittà, del tema de la banda sonora, y con tanto acierto que hoy de ningún modo podemos extraer sus melodías de las imágenes fellinianas; es más, gracias a ellas cobran su total vivacidad y hasta su verdadero movimiento. Y por supuesto aún me queda por citar un ingrediente fundamental del gran circo felliniano: el pueblo de Roma; al que convocaba en Cinecittà, mediante anuncios por palabras, para escoger a los tipos más estrafalarios; esos mismos que, debidamente atrezzados, atraviesan de improviso sus secuencias para soltar una enigmática y descacharrante frase. Pero el asunto no concluía ahí, porque la frase “verdadera” la grababa, como el resto de los diálogos de sus películas, a posteriori; además con los acentos y las tonalidades de voz más discordantes, con lo que redondeaba el humorismo de los personajes cuanto inflamaba mucho más el espectáculo. Por lo que les recomiendo que si tienen la tentación de rescatar alguna de sus películas, háganlo en italiano para disfrutar en plenitud de todo su derroche hilarante de humanidad.