Aquella noticia, tan imprevista para mí, heló la conversación que mantenía con mi padre por el mero presentimiento de que algo —fueran mis desquiciados años universitarios, fuera el último ramalazo de juventud con su greña desairada, fuera una página imprescindible de la literatura española— había concluido, para llevarse con su irremediable adiós algo mío, algo nuestro, algo de un par de generaciones que estábamos por la novela experimental y que teníamos, con Rayuela (1963), Las personas del verbo (1982) en la mesilla para deshojar las noches de insomnio y de “ascensores de luz amarilla”.
Luego vendría Madrid, con su mapa inconcluso de nuevas amistades e intrincadas soledades, y un propósito: escribir. Mientras Jaime Gil de Biedma permanecía ahí, para compadecer el escalofrío agrio del amanecer tras los amores de tres al cuarto, preludios baratos del verdadero amor, ese mismo que, muchos años después, me llevó de la mano hasta su tumba, un día gris y destemplado, en la Nava de la Asunción.
Por todas estas razones, supongo que Jaime Gil de Biedma me acompañó tanto tiempo como para pronunciar siempre; sobre todo, en las más turbias auroras y en los antros más pringosos, cuando alguien decía alguno de sus versos con que disculpar nuestra flagrante desvergüenza. Lo que no hacía sino confirmar que Gil de Biedma había logrado su propósito; ese empeño que se trajo de Oxford cuando tradujo Función de la poesía, función de la crítica (1956), de T. S. Eliot. Por supuesto, traía también leídos La tierra baldía (1922) y Cuatro cuartetos (1936), y a Auden; poetas que redondearía con Robert Langbaum, el autor de The poetry of Experience (1957); un título, ya saben, que acuñaría su lírica de pensiones de mala nota e intimidades desengañadas. Ese modo desgastado y tan en blanco y negro ratón con el que Gil de Biedma superó a los maestros del Veintisiete, agrupados por José Luis Cano bajo Ínsula, durante aquella España de tranvías y guardias urbanos con casco colonial. Pero no sólo a estos, sino a la poseía árida y comunal de sus “compañeros de viaje”; esa que titulan los manuales “poesía social”, y que al fin y al cabo no era sino la protesta, ante tanta escasez, de unos señoritos con tan mala conciencia como él. Pues su poesía estaba trabada con otra pasta: el polvoriento hastío que deja el paso de los calendarios, y que, cuando nos ponemos mundanos, llamamos nostalgia aunque bien nos conste que “envejecer, morir, es el único argumento de la obra”. Y es que sus versos, tan rendidos hacía una prosa en busca de la confidencia, dejan de ser, por este proceder precisamente, prosa; muy al contrario, se convierten en una confesión, atravesada de sinceridad, dicha al oído del lector. Por esta virtud nos recuerdan algo de su fraterno y conmovido descubrimiento: el último Luis Cernuda, aquel que encontrase Octavio Paz, en México, con una sola camisa impoluta colgada de una escueta silla; pero también algo de la llaneza triste de Machado y, ¿por qué no?, de la rotundidad inmarcesible de Jorge Manrique. Quizá por estos ecos suscitados —algunos aun sin pretenderlo—, Jaime Gil de Biedma se convirtió en algo insólito y produjo tantos émulos; sorprendente cosecha si se sopesa la parquedad de su obra: apenas doscientas páginas y, encima, que pusieron punto y final en 1968, cuatro lustros antes de su muerte.
A mí—y supongo que a toda mi generación— me llegó revuelto entre los poetas del momento: los novísimos; distantes de Gil de Biedma por un retoricismo pop, saludable y hasta jovial, en unos días cuando incluso los novísimos se veían postergados por Blanca Andreu, que ya se había ido a vivir a un Chagall. Era entonces Valencia una ciudad que disimulaba sus desconchones con desteñidos carteles del Circo Americano y de manifestaciones de una urgencia incuestionable, contra los que meábamos nuestro vagabundeo nocturno en busca de milagros de amor. Tardes de cafetín en la plaza Xuquer, en las que Juan Antonio Millón, afanoso y puntual, nos arrastraba en Vespa a Paco García Donet y a mí a presentaciones de revistas poéticas tan breves que todas se timbraban de eternidad, mientras el mundo aún se presentaba tan descarado como para repartir brillantes porvenires a destajo. Luego, nos dieron un título y nos pusieron en el brete de procurarnos la manduca, y en esas —el miércoles se cumplieron treinta años—, una noche de regreso, supe que Jaime Gil de Biedma había muerto. Nos legó Las personas del verbo como un vademecum contra la fatiga de existir, y en cumplida correspondencia, cada año, cuando se anuncia el otoño, viajo a las islas griegas en busca de ese “pueblo junto al mar”, donde ella quiera regresar para subirse de nuevo a un farallón, desnuda y tan pagana que yo no precise conservar “memoria ninguna” y comience a morir “como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia”.
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