Use Lahoz ahonda en "Jauja" en el universo narrativo que mejor conoce y con el que ha construido un corpus sólido de lectores y el aplauso de la crítica. María Broto se encuentra al filo de los cuarenta y su situación pareciera envidiable. Es una actriz de reconocida trayectoria en teatro que goza además de cierta popularidad gracias a su participación en una serie televisiva. Siempre ha soñado con enfrentarse a una obra de Anton Chéjov. Y cuando finalmente llega el momento, con el papel protagónico de Luiba Andreievna en El jardín de los cerezos del escritor ruso, el logro no sale como esperaba. La noche del estreno en el Lliure de Barcelona, tras la representación, un hombre que se identifica como Rafael la espera en la puerta trasera del teatro. María demora unos minutos en reconocerlo, en identificar ese rostro con el de Rafelín, compañero de la infancia en el pueblo de Aragón de sus abuelos, a quien no veía desde entonces. Y esa figura del pasado no está allí sólo para elogiar su actuación, sino que trae malas noticias de parte de esos mismos abuelos, Amparo y Zacarías. El padre de María, Teodoro Broto, con el que la actriz no se hablaba desde hacía más de veinte años, ha muerto repentinamente a causa de un ataque cardíaco. El mensajero Rafael se ofrece a llevarla en su coche para asistir al funeral de Teodoro, y a traerla de regreso a tiempo para no comprometer la función de la obra que protagoniza. Son apenas unas horas de carretera, pero para María ese viaje implica mucho más, porque se trata de un viaje al pasado: a las heridas aún abiertas de la adolescencia, a la dificultad del perdón, a los errores cometidos y a la banalidad de las aspiraciones individuales cuando las normas y convenciones nos llevan a enfrentarnos a nuestros afectos y a lo que somos en realidad. Además, ese viaje despierta en María el compromiso de mirar atrás y repasar su vida: analizar los perdones pendientes que acarrea consigo misma y con los demás, asimilar todo lo invisible e inmaterial que heredó de su padre y de sus abuelos y que pervive en su personalidad. En ese regreso al pasado, María no podrá evitar enfrentarse a una verdad desnuda y simple, que tiene una parte abrasiva. Esa oculta verdad aún brilla al sol como una Jauja, pero es irrecuperable, como el jardín de cerezos de la infancia. Un jardín luminoso que, pese a su belleza, quien vuelve a recorrerlo al cabo de los años, de un modo u otro, se deshace por dentro. Jauja es una obra ambiciosa, profunda y lograda con la que el narrador barcelonés traza una verdadera epopeya humana sobre el amor y la pérdida, sobre la fragilidad del éxito, sobre los vaivenes emocionales de amistad, sobre las adversidades que rigen nuestro destino y sobre la fugacidad de la vida. Narrada en contrapunto en dos tiempos, desde la perspectiva de la actriz María Broto y la de su padre Teodoro Broto, a través de capítulos alternados, Jauja se divide, a su vez, en dos partes, y el tiempo en el que trascurre la ficción se condensa en apenas 48 horas. Desde la noche del debut de la actriz en el papel de Luiba Andreievna, hasta el final de la obra en su tercera ficción, cuando María descubre aún sobre las tablas y mientras recibe la ovación del público, el verdadero sentido de la obra de Chéjov. Se trata de una notable pericia narrativa, porque Use Lahoz consigue introducir un dilatado arco temporal de la vida de los personajes, a través de una prosa hipnótica y fluida, enriquecida mediante diálogos, recuerdos que salen al paso y digresiones que tienen lugar en las horas de carretera en el coche de Rafael, una odisea de ida y vuelta que corresponden a las dos partes de una novela construida a partir de una estructura original, sólida y circular. Por ello, Jauja constituye una nueva demostración de la capacidad fabuladora de un autor que apoya la ficción en varias tramas (que hacen que la novela pase por distintos estadios, desde la novela de aventuras y de formación al western) y en una amplia gama de personajes (principales y secundarios) contradictorios, poliédricos, profundamente humanos. Y cabe aclarar también que ese pueblo de Valdecádiar en el que transcurre parte de la acción, una austera aunque luminosa postal del profundo Aragón, es una región imaginaria que al lector le resulta familiar por ser la misma escenografía de una de sus anteriores novelas: La estación perdida, un paisaje de ficción caracterizado por su fuerza expresiva y su veracidad sentimental. Pero, en todo caso, Jauja no trata sólo de eso, de la ruda vida de las clases populares a finales de los años 50, 60 y 70 en un atrasado pueblo aragonés en el que comer cada día era un lujo. Ni siquiera de la infancia de una niña sin madre de dudoso origen que no cejará en su empaño y se abrirá camino en la Barcelona en transformación de los años olímpicos hasta alcanzar su sueño sobre las tablas del Teatre Lliure. Tampoco de las andanzas, no siempre del todo honestas, de ese padre protector y solícito que no le cuenta la verdad a la pequeña y del circulan mil cotilleos maliciosos en Valdecádiar porque nunca se le ha conocido mujer. Jauja trata de todo eso y de algo más que resulta imposible definir con palabras. O quizá sí pueda resumirse en una sola rara palabra, aquella que da título a la novela. La luminosa palabra que la protagonista escuchaba en su infancia, en boca de su padre y de sus abuelos, para señalar la inesperada abundancia. La fugaz plenitud de esos momentos de felicidad en nuestra vida que, cuando somos capaces de identificarlos y reconocerlos, ya los hemos perdido irremediablemente. Puedes comprar el libro en:
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