Desde hace un par de años, no puedo evitar una punzada de tristeza cada vez que me detengo ante cualquier quiosco y observo como las antes sólidas pilas de diarios, no son ahora sino unos desmerecidos montoncitos con apenas siete u ocho ejemplares por cabecera.
Como tampoco puedo olvidar, en ese momento, que mi promoción fue la última o la penúltima que acudía a la universidad armada del diario y que lo leía con ardor combativo en el bar de la facultad; es más, no recuerdo piso de estudiantes, fueran de ciencias o de letras sus desgreñados ocupantes, donde no se encontrase al menos un periódico del día y hasta ejemplares atrasados, abandonados por sillas y hasta por suelos de las habitaciones, con los crucigramas a punto de resolverse y las partidas de ajedrez recortadas —siempre aparecía alguien que se las llevaba para entretener sus noches de desamor con el pericioso arte de maniobrar sobre escaques—. Después, observé cómo los jóvenes fueron alejándose de la prensa diaria, aunque no tanto de las revistas especializadas, hasta que los ordenadores cobraron un uso doméstico y, con su admirable versatilidad, promovieron los blogs y las WEBs temáticas. La lectura comenzó a generalizarse de otra manera y las primeras cabeceras con intención de diario, en edición digital, no podían retrasarse demasiado.
Si hasta hace bien poco, estos diarios digitales presentaban un cierto aire de probatura por su desmaño en la composición, en la ortografía y hasta las fotografías ilustrativas; en la actualidad ya compiten con las ediciones digitales de las grandes cabeceras provenientes del papel con total decoro en todos estos ámbitos y hasta en la exclusividad de las noticias que difunden. Es más, han introducido el video como material informativo de primer orden y, por supuesto, con su surgimiento han ampliado tanto las fuentes de información general que se ha convertido en imposible disponer de una panorámica ponderada de eso que llamábamos actualidad.
Pero aún faltaba un elemento impetuoso y casi arrasador en toda esta revolución de la transmisión y manejo de la información: las redes sociales. Concebidas para meros contactos personales se han convertido en un totum revolutum de fácil transmisión donde prima el egotismo —como les era propio— en sus más chabacanas recreaciones. Lo insólito es su enorme aceptación en todo el planeta, y la divulgación, dentro de ellas, de las astutas fake news —o sea, los bulos— y otros ingenios propagandísticos de enorme interés para los semiólogos pero de escarnecido bochorno para una especie que se proclama así misma como homo sapiens. Conclusión: ante tal avalancha de mensajes, imágenes y noticias diarias como las que cualquiera recibe por tan diversos y habituales conductos, apenas si queda tiempo para leer el periódico tradicional, salvo a través del ordenador del despacho o del smartphone, en un rincón del metro y camino del trabajo.
En consecuencia, las pilas de los periódicos de los quioscos merman constante e inconteniblemente. Pero hay otro estrago —si no es ya una verdadera calamidad—y que cualquiera que se detenga a pensar habrá intuido: si la lectura más frecuente y extendida se produce a través de una pantalla —ordenador o smartphone— y en absoluto sobre un papel estampado, forzosamente no solo la lectura sino la misma escritura aquejará un profundo e irreversible cambio.
Nuestra sinuosa forma expresiva en absoluto se compagina —más aun, resulta muy inapropiada— para la lectura mediante pantalla
Pues he aquí que esta mutación provoca un problema bastante grave en nuestro ámbito lingüístico. El español como la mayoría de las lenguas latinas —excepcionalmente, el catalán no o no tanto— tiende a expresarse en párrafos compuestos por cadenas de oraciones subordinadas —Josep Pla lo llamaba la “pescadilla que se muerde la cola”— que no alcanzan su sentido hasta la última de las frases; valdrían como ejemplos los célebres arranques del Quijote o de Cien años de soledad. Nuestra sinuosa forma expresiva en absoluto se compagina —más aun, resulta muy inapropiada— para la lectura mediante pantalla. La pantalla sea de ordenador, de smartphone y hasta de ebook impone una prosodia de índole anglogermánica; esto es, con sintaxis y estructura de párrafo más restringidos.
Por si no fuera suficiente con este cambio radical en el hábito de lectura y en consecuencia de la escritura, la información discurre masivamente por el mundo en inglés, pues es —como ha sucedido siempre en la Historia—la lengua del país dominante, y produce en sus lectores habituales la consiguiente emulación no solo de su semántica sino hasta de sus estructuras sintácticas, aunque se compadezcan pésimamente con las del español. Nos basta con leer una gacetilla o con escuchar un noticiario de radio o de televisión para comprobar de inmediato los efectos perturbadores de esta situación sobre nuestra lengua. No sólo eso, como quiera que los mass media —viciados por estas perturbaciones; la del cambio de los hábitos de lectura y escritura y la de la imitación burda del inglés— difunden el habla cotidiana, acabamos todos exhibiendo estas alteraciones perniciosas en nuestras alocuciones corrientes, con mayor frecuencia los personajes públicos, tan propensos a repetir los formulismos periodísticos sin reparar en su corrección semántica o sintáctica.
Con ser esto algo un tanto vergonzoso, el problema se torna más profundo y dañino cuando reparamos en que pensamos mediante palabras y juzgamos mediante frases; si tales frases están viciadas y pesimamente formuladas, nuestro pensamiento también lo estará.
Soluciones a esta fea encrucijada se atisban pocas porque es estéril enfrentarse al progreso tecnológico; pero cabe la pulcritud individual; o sea, leer a nuestros clásicos y, por supuesto, en papel.
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