Nieve que se derrite y solidifica con el paso del tiempo. Nieve como estaciones que se suceden sin más propósito que dejar las huellas del tiempo pasado. Un tiempo en el que se pueden recuperar los dioses perdidos, los guerreros muertos y las batallas sangrientas de las que ya nadie se acuerda. Grosellas de color rojo que tintan la memoria de pasión, muerte y olvido. Árboles de hoja caduca quemados por el paso del tiempo y hojas secas dibujadas sobre un papel de fondo blanco. Terrenos oníricos en los que siempre cabe la posibilidad de dar vida a la muerte, al recuerdo, a la memoria, a la infancia…, y a los padres. Miradas sobre uno mismo que devienen en falsos espejismos como si todo fueran sombras en un bosque de noche. Bosque helado y solo iluminado por un mar de estrellas. Estrellas como nada más que se pueden ver en el campo. Lejos de la ciudad. Del ruido. Y la luz. Estrellas que iluminan aquellos caminos que recorrimos una vez. Lucecitas que nos recuerdan que un día fuimos felices sin nada, con tal solo mirar al cielo y ponernos a soñar. Lucecitas que sostiene los hilos invisibles de una Luna portentosa, perenne y que solo pueden llegar a ver aquellos que saben de lo que está fabricada la noche: de silencios, ausencias, ruidos y ecos olvidados y, sin embargo, tan presentes. Todo eso y más es Memoria de la nieve de Julio Llamazares... Memoria de la nieve también es pasear por la vida sin pisarla, sobre sendas que ya forman parte del pasado si no fuera por los recuerdos, tan presentes, como la nieve en invierno o efímeros como la noche en verano. Memoria de la nieve es una sucesión de estaciones. Estaciones de los sentidos que no se dejan atrapar por todo aquello que no merece la pena ser recordado. Memoria de la nieve levanta la iconografía de esa España olvidada a través de un rico léxico rural que apenas ya nadie conoce y que, sin embargo es muy evocador: urces, muérdago, marzales, pedernales... Fuerza sublime las de las palabras que nos llevan, una vez más, allí donde no creíamos que pudiésemos llegar. Memoria de la nieve es perderse entre la espesura del bosque y la sinuosidad de un niebla que no es de caramelo, pero sí evocadora de todo aquello que ya no somos: «No existe otra espiral que el bramido del tiempo».
Y detrás de todo ese paisaje brumoso, el nogal. Nogal como efigie del mundo de los sueños. Poderoso como solo puede llegar a serlo el más épico de nuestros recuerdos. Recuerdos en blanco y negro que se transponen en unas acuarelas teñidas de añiles, grises, blancos o incluso violetas. Acuarelas con las que Adolfo Serra da forma a este sueño de sueños. Impresionantes imágenes que perpetúan, más si cabe, el poder de las palabras de un Julio Llamazares que, al irse a vivir a Madrid, nos dibuja esta geografía del silencio a través del paso del tiempo a la que tituló Memoria de la nieve. Palabras e imágenes que, en este caso, son el complemento perfecto de un universo único, por lo potente que resulta su mensaje. Mensaje atribulado de un mundo que ya no existe: «Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas».
Ruidos de bueyes y carretas, orfebres y alfareros, árboles y hojas de riberas que ya no existen y que no volveremos a oír en la espesura de la noche salvo si nos invocamos a través de la magia de los sueños. Sonidos y ecos que pertenecen al otro lado del edén donde descansan los guerreros, el silencio, la memoria, la nieve…, el paso del tiempo.
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