Pues bien, el discurso aquí expreso –muy acertadamente vertido en edición bilingüe, a fin de respetar la interpretación de todo aquel que quiera entender el canto en su lengua originaria-, de un hombre como Whitman, nacido en el espacio cultural no desarrollado todavía de Long Island y que tiene mucho de precursor de un himno amplio, patriótico a la vez que de bandera de unidad de los hombres nacidos en un paisaje común, es o pudiera ser un ejemplo de cuanto una voz lírica en su manifestación, épica en el deseo expreso, pueda representar como algo propio de un origen, de un proyecto humanizado común.
Borges, el reiterado Borges, con su fría y en ocasiones enigmática claridad lo expresó con solvencia: “Hojas de hierba es la gran epopeya americana y una de las grandes epopeyas de la literatura universal: con una voz tan vigorosa como sutil, canta el nacimiento de los Estados Unidos y su desarrollo como nación” Y aclara, matizando, un poco más adelante: “Sus poemas recogen la bullente diversidad del país, sus heterogéneos pobladores y sus paisajes inabarcables, y su carácter indómito, irreverente, exento de artificios” Recordemos que el autor había nacido en un caserío rural apenas 43 años después de que los EE.UU. hubieran proclamado su independencia de la Gran Bretaña. Era, pues, el momento de enarbolar una bandera común, una canción de futuro: constructiva, solidaria.
De ahí un canto tan amplio como elevado, si bien considero que hay unos versos que pudieran resumir, en su brevedad, toda la epopeya naciente con una claridad de lenguaje y un vigor muy significativo como identidad y como tarea que acogen en buena medida la pretensión hacia un horizonte nuevo, naciente, donde todo, todos, habían de tener lugar: algo se iniciaba, y se llamaba a aunar voluntades a favor de lo que había de ser una tarea colectiva: “¡Quienquiera que seas! Tú eres el hombre o la mujer por los que la tierra es sólida y líquida;/ tú eres el hombre o la mujer por los que el sol y la luna cuelgan del cielo;/ para nadie más que para ti son el presente y el pasado;/ para nadie más que para ti es la inmortalidad// Cada hombre para sí y cada mujer para sí; esa es la palabra del pasado y del presente, y la verdadera palabra de la inmortalidad;/ nadie puede adquirir por otro, nadie;/ nadie puede crecer por otro, nadie (…) Y no hay hombre que entienda otra grandeza o bondad que la suya, o su indicio”.
La potencia de la voz es arrolladora, pues reclama al espíritu emprendedor, a las pasiones incesantes de la identidad y de la empresa de la libertad. Es así que este libro, ahora que se cumplen 200 años del nacimiento de su autor, sigue con una juvenil vigencia siendo un reclamo literario conformado en la mejor y más clara voluntad de una identidad que, integradora como destino, habrá de permanecer, habrá de durar: “El deseo inconfesado y nunca concedido, ni en la vida ni en la tierra,/ hazte ahora a la mar, viajero, para buscarlo y encontrarlo”.
El propio Whitman quiso acuñar su texto con un a modo de epitafio de autodefinición (entendido en la medida de que un hombre es su obra): “Esto no es un libro;/ quien lo toca, toca a un hombre” Ahí se concentra y define toda la fuerza (y necesidad) de un destino.
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