La segunda, mucho más suculenta, mienta el tokonoma, la presencia simbólica del vacío en las casas japonesas: basta con raspar un poco la cal de la pared, el borde de una taza de café. Y reducirse hasta caber en él. Los elfos, las hadas, los duendes, las demás criaturas que pueblan los cuentos populares, pertenecen al mundo del pequeño rasguño: al pabellón vacío. Viven en los rincones de las casas. Allí donde el ojo humano no suele llegar ni su razón tiene poder alguno.
René Lavand, mago y palabrista, describió la magia como el puente que permite transitar de lo visible a lo invisible y vuelta a empezar. Por rendirle homenaje y amagar mi fobia a la exposición pública; por atenuar la emoción que siento al verme entre dos poetas leídas, releídas, queridas y admiradas (Marta Domínguez y Marta Fuembuena) diseñé esta torpe ilusión llena de citas ajenas, efectos caídos y manos deslavazadas.
Vana monserga, en fin, para decirles que soy un vulgar batracio y la literatura, mi balsa de agua. Que esta pedantería boba que no debí escribir, es mi tokonoma en su paciencia sabatina; en el fondo, una burda retórica para pedir disculpas por profanar un libro, la suite de los antílopes que –no es preciso negarlo- me rebasa.
Tampoco es difícil dado su cauce, su calado.
Mi inanidad crítica.
Estamos, perdonen la contundencia subjetiva, ante un poemario necesario. Uno de esos templos que desencuaderna, expande, ahoga y alicata.
Desde las temáticas ( hábilmente entrelazadas): los estragos de la ficción “civilizatoria”; el naufragio del YO – la alfombra roja de la identidad social- en la galerna de la dinerología; los sueños que enterramos, en la fosa común de la abstracción grupal; la desnudez axiológica de un mundo con ego aristócrata y corazón de humo y cadaverina. La irrefrenable destrucción ontológica, el amor, también el amor, las esquirlas de luz que alquitranan la vida.
Desde el polimorfismo escritural: a ratos, descarnado: la vida te va creciendo en los costados / con todo el estupor de su peso insoportable; carnal somos dos antílopes, amor / los tenues antílopes que transitan presurosos por estos versos, lúcido: la química nos ancla en el asfalto / sin ella nadamos contra la corriente / de las playas bravas del ocaso; siempre meteórica, tus ojos son dos cuencas abiertas / que sostienen una ingenua mirada de esqueleto; liberador, escuchar los ecos de los bosques / es un ascenso desde la caverna … lacerante, he de fijar las manos con chincheta / en la noche.
Desde la propia estructura interna, esta suite llena de antílopes (todos nosotros, en especial “ellos dos, amor”) calafatea la córnea ética, emocional, estética del lector corporeizando, poéticamente, la cuneta anónima de su conciencia: el sismógrafo del mal en el mundo.
Si Adorno y Horkheimer, en su dialéctica de la ilustración –regreso a la charca de la pedantería- lamentaron –entre otras hernias mundanas- la inarmonía entre el progreso técnico y el progreso moral, La suite de los antílopes recoge el perfume de esa tesis pesimista pero injerta en su pulpa la alquimia etérea que transforma en diamante el carbón – la miseria - mineral.
Por eso miniaturiza y detalla (en 83 páginas –año consular de Augusto- lo que los dos tótems con apellido de futbolista del Bayern esbozaron, qué cosas tiene la vida, en 210 páginas más.
Las comparaciones son odiosas, máxime si no las firma Quevedo o en su defecto Neruda y no será este batracio enfermo que ahora los castiga el que venga a trazar paralelismos entre un ensayo mítico y un poemario, la suite de los antílopes, que pronto lo será.
No sé si Marta Domínguez tenía (o no) presentes la confesión del pintor Delacroix, el hombre es el único animal sociable que detesta a sus semejantes; la atroz constatación del estadista Jomo Kenyatta, en la antigüedad el hombre africano vivía feliz y teníamos la tierra. Luego vino el hombre blanco con su Biblia. Y nos hizo soñar cerrando los ojos. Cuando los abrimos, el hombre blanco tenía la tierra y nosotros la Biblia. Tanto monta, monta tanto, ha reescrito, dignificado, elevado el catastro de la primera y aunque parezca desmesurado les ha devuelto la tierra (africana y matriz) a esos seres tongados por el trilero de Occidente y su distraído Dios. El resultado esta introspectiva, incontestablemente vital, entre el Alfa y el Omega antropológico, por ende cronológico, de la humanidad; la disección del Apocalipsis en la mesa de autopsias del cantar de los cantares hecha por un forense, una forense de la estirpe sagrada del mago Baudelaire, Abena Busia, Marie-Leontine Tsibinda, la libertad.
Marta Fuembuena, aquí presente, tiene un poema la suerte del peligro en el que alienta a ir hasta allá –todo un aprendizaje-: dentro negro de la risa dormida / última estancia de reencarnación posible para (perdona mi atentado) recorrer la mecha expectante (y) cuando todavía se oigan voces / dejarse amamantar por la fiera y no evitar desangrarse.
Si como yo cometen el error bendito de leer esta suite de los antílopes, créanme, además de desangrarse (en el mejor sentido) se dializarán. Hiere y a la par, sana: como la buena medicina. Mantiene el riñón del alma en su función y lugar.
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