Me basta con pisar la Feria del Libro de Madrid y encontrarme aturdido por su muchedumbre, para echarlo de menos.
En efecto, una multitud tan variada y con intereses tan dispersos, donde se mezclan en embarullada y calurosa procesión desde las parejas que acuden a pasar la tarde, ojeando este álbum de arte o aquel best seller de estallante novedad con la misma displicencia que exhibirían ante un bazar egipcio, pasando por la entusiasta que ha escuchado, esa misma mañana en la radio, que aquella tarde firmará su último título el autor de su predilección y que trae, para constatarlo, el resto de las obras con el afán de que se las rubrique en el mismo trance, hasta el devoto de una materia que busca con denuedo la caseta que le ofrece los escogidos textos de su desvelo; todos, circulando en un extraño y sincopado torrente, se citan en el Paseo de Coches, interrumpidos, de sobresalto y a gritos, por una manada de niños en tropel cheroqui, la patinadora feliz y fugaz que lanza adioses de amor, el suegro de provincias abandonado a la puerta de un pabellón que reclama su rescate, los gallardos guardias dando cumplidas explicaciones —con mayor sonrisa a las jovencitas de gesto falsamente ingenuo—, el versificador de poemas al minuto precedido de su Olivetti y sentado en una silleta de playa, y los distribuidores de propaganda varia (supóngase: academias de oposiciones, pizzerías próximas, compras de oro y plata al instante, imprentas rápidas e infalibles…); en fin, todos menos él, que tanto hubiese gozado, no solo observándolos escrutadoramente desde su monóculo sin lente, sino admirándolos con alguna de sus titirimundis ingeniosidades; por ejemplo, conminándolos a besarse a la de tres desde un camello de doble jiba y con turbante de visir. Sí, cada vez que piso la feria, no dejo de echar de menos la histriónica e hilarante presencia de Ramón Gómez de la Serna.
Decía García Márquez que era un escritor más para escritores que para lectores; de ahí que su huella en la literatura hispana sea mucho más profunda y más sólida de cuanto se quiere reconocer y de cuanto nos sugiere su estampa gordezuela y un tanto achaparrada, que hoy, en un mundo donde la silueta marca demasiado la preferencia, tanto lo desmerece y lo posterga, reduciéndolo al cabo a la consabida gregueria; cuando Ramón era —y se complacía en ser— una fábrica de greguerias andante como ardid, pero nunca como límite de su desbordante y abrumador quehacer literario. Me basta esbozar un somero recuento de sus deudos; desde los más próximos por pombistas, como Pepe Gutiérrez Solana o Mauricio Bacarisse, hasta Valery Larbaud o Guillermo de Torre (y, por tanto, Borges y todos los americanos de Sur), pasando por Giménez Caballero, Jardiel, Mihura, Tono y el resto de la cuadrilla, a todos los poetas del Veintisiete —lo admitiesen o no— o los más peregrinos como Rosa Chacel y Cansinos Assens; e incluso cualquiera de los periodistas de la época hasta acabar en el mismo Francisco Umbral. No cabe duda, el eco de la travesura ramoniana se escucha con más o menos nitidez en cualquiera de estos y de otros tantos escritores hispanos del siglo XX; si por llegar a contagiar, contagió a don José Ortega y Gasset, que lo plagió cuando en cierta y celebre circunstancia rumió aquello de “lo cursi abriga”. ¿Y es aquí donde me pregunto si el orteguiano “arte deshumanizado” no era sino una cristalización intelectual de Ramón o Ramón era el “arte deshumanizado” paseando por Madrid con corbata de lazo y traje cruzado?
Ramón fue el notario exacto y puntual de los despuntes de ingenio burgueses que brotan entre los bostezos de las tardes inocuas
Desde que abandonó su primer nihilismo, que no le casaba por su germanismo tonante como tampoco el modernismo por languideciente y romanticón, y se dio al amor carnal de Carmen de Burgos y a un segundo viaje a París, Ramón fue la vanguardia anticipada a las vanguardias (creacionismo, ultraísmo, surrealismo…) bajo una sola e insaciable en géneros: el ramonismo. Ese personalismo irritante para muchos era de una desnudez en estilo cuanto germinal y luminoso en su consecuencia; y se aplicaba lo mismo al artículo —su tarea más prolífica— como a la alocución radiofónica —también constante en sus años previos a la Guerra—, a la novela como a la comedia o a la biografía; y es lástima por ello que no concluyese la ópera en que se enfrascó o nos hubiese legado algo más que alguna y brevísima intervención cinematográfica, muy elocuente de su personalidad pero parca para cuanto su ingenio de ocasión era capaz de ofrecer, del que, al contrario, no están exentos su decena de guiones para cortometrajes. Porque es ahí, en la ocasión insustancial y cotidiana, donde la maña literaria de Ramón prende como un destello nuevo y apabullante. Y claro, de ese hallazgo —de apariencia tan insustancial como útil para el escritor— se servirán todos los colegas de su tiempo y aun los posteriores. Pero es que Ramón encarnó su tiempo y en buena medida la posteridad, como señaló Umbral cuando dijo que Ramón era el escritor de las clases medias —la nueva población urbana—.
En efecto, Ramón fue el notario exacto y puntual de los despuntes de ingenio burgueses que brotan entre los bostezos de las tardes inocuas. Y en cabal consonancia con su público, supo también prodigarse en los ámbitos que le fuesen próximos; no solo en tertulias y conferencias —como hacían todos aunque él con mayor constancia y aparato—, sino en la radio, en los circos, en la cinematografía incipiente… En fin, allá donde se expandiese su figura y su ocurrencia siempre humorística sin reparo ni rubor; la cuestión era exhibirse y divertir con su ingenio.
Por todo esto y pese a la aparente bagatela de sus ocurrencias literarias y de las otras, Ramón Gómez de la Serna es un coloso de nuestras letras —de aquí y de allende del Atlántico—, y por todo esto también me fastidia que hoy se halle tan olvidado como que falte cada año en la feria del libro, donde hallaría el público propicio para sus descabelladas ingeniosidades.
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