Marcelo Luis Vernet nació el 18 de agosto de 1955 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, ciudad en la que residía y donde falleció el 28 de agosto de 2017, la Argentina. En 1983 obtuvo su título de Libretista y Guionista de radio y televisión otorgado por el Instituto Superior de Enseñanza de Radiodifusión (I. S. E. R.). Numerosas responsabilidades asumió en la función pública: Director de Cultura y Educación (1987-1989) y Director de Cultura y Colectividades (1989-1991), Municipalidad de La Plata; Director Provincial de Participación Comunitaria en Seguridad, Secretaría de Seguridad y Justicia, Gobierno de la provincia de Río Negro (julio 2012 / marzo 2013), entre otras. Coordinó talleres de poesía; de escritura para niños y adolescentes; de enseñanza de la redacción, para profesores de Letras; de técnicas de la comunicación audiovisual, etc., en diversas instituciones publicas y privadas. Dirigió “Hojas de Poesía Fénix” (1978-1979), fue autor de radioteatros, guionista cinematográfico, dramaturgo (“Era lindo Sandokán”, estrenada en 1985; “A saltar la pared”, estrenada en 1989); “Maluco” (en co-autoría con Mario García, estrenada en 1993), redactor en periódicos, productor teatral, coordinador general e impulsor de múltiples iniciativas. Integró —fue tataranieto de Luis Vernet, primer gobernador argentino en las Islas Malvinas— las compilaciones “La cuestión Malvinas en el marco del Bicentenario” (Observatorio Cuestión Malvinas, Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 2010) y “Diálogos por Malvinas” (Embajada Argentina en Londres, 2014). Fue incluido en las antologías “Poesía 36 autores” (1999) y “Naranjos de fascinante música. Poesía contemporánea de amor en La Plata” (2003). Compiló “Néstor Mux – Poesía reunida” (Ediciones al Margen, La Plata, 2000). Publicó los poemarios “Último tren” (2000), “Don de profecía” (2005), “Pasen la voz. Cantar de gesta” (incluye los dos primeros y “Razón de ser”, conjunto de poemas inéditos, 2010) y “Breviario” (subtitulado “Cuaderno de viajes / Álbum de figuritas”, 2016). En 2016 se editó su libro de ensayos “La guerra por otros medios. Papeles de Malvinas”.
Platense “de raza”.
Nací en La Plata en 1955, año fatídico. Y aquí he vivido siempre. A veces, con cotidianos alejamientos por trabajar en tu ciudad. A veces, con más prolongadas ausencias porque el trabajo me llevó demasiado lejos. Pero vivir, he vivido siempre aquí.
Mantengo algunos amigos que son de esa época. Es decir, que nos queremos “enteros”, no por la mitad, como decía María Elena Walsh. Con Emilio López Muro y Ludovico Tedeschi hoy seguimos hermanados. Los tres éramos inseparables. Hoy, Ludovico es sacerdote y Emilio, trotskista, militante del Partido Obrero. ¿Y yo? Sigo preguntándome qué voy a ser cuando sea grande. Con otros, nos perdimos en rumbos diferentes. Y están aquellos como Dardo Benavidez, mi amigo entrañable de la primera infancia, a quien secuestraron y asesinaron en la última dictadura.
Mi adolescencia estuvo signada por la pasión. Todo lo transitábamos con una intensidad que difícilmente pueda volver a sentir. El tiempo ayudaba. Estaba en el aire. Cumplí quince años en 1970. Para entonces ya era el poeta de la tribu. Mis versos, escritos en servilletas de papel, apuntes del colegio, reverso de cualquier cosa, circulaban entre amigos y amigas. Tuve una fugaz consagración. En 1969, en la sección “Prosa y Verso” del diario “El Día”, se publicó un texto mío, “Fósforos”. Un poco más tarde, empecé a armar un personaje. Ansiaba que lloviznara para salir con mi gorra gris, una pipa, y algunos amigos a tomar ginebra de noche, en el bar Rivadavia. Había leído “Las iluminaciones” y “Una temporada en el infierno”, de Arthur Rimbaud. También una novelita, no recuerdo el autor, “El día en llamas”. Una mala biografía de Rimbaud. En fin, me gustó jugar al poeta maldito. Pero no era muy maldito ni muy poeta. Canalicé un poco esta vena en el rock, que crecía con fuerza. Fue una gran alegría que algún poemita mío terminara siendo una canción que interpretaba una banda de amigos.
En lo literario, y más, me han quedado de esa época dos grandes amistades que marcaron mi vida y mi escritura: Antonio Machado y Hugo Anad. A Machado lo había conocido gracias a Joan-Manuel Serrat. Pero recuerdo particularmente mi cumpleaños de quince. Me regalaron, entre varios, una edición de Losada, tapa dura, con una selección de poemas de Antonio Machado. “Al más poeta del grupo” decía la dedicatoria. No lo llamaría un deslumbramiento. Fue algo más insondable. Fue el inicio de una serena “conversa” que hoy continúa. Juan de Mairena ha sido, sin duda, mi maestro. Más allá del estilo, descubrí en Machado una vocación profunda para mi oficio: tratar de hablar con voz humana. Sencilla, íntimamente. De entre los nuestros, bastante después, fue Néstor Mux el que reforzó en mí esta búsqueda. Me enseñó mucho. No necesariamente aprendí.
En cuanto a Hugo Anad, fue mi profesor de Literatura en quinto año del bachillerato. Era 1973. ¡Qué año! Cuarenta y tres años después, sigue siendo mi profesor. Cada vez que escribo algo, lo primero que advierto es deseos de que lo lea Hugo. Ahora, con el correo electrónico es más fácil. Termino de redondear un texto y va el correo para Hugo. Tuve el privilegio de conocer a un Juan de Mairena de carne y hueso, al final de mi secundaria, en el Colegio San Luis. Y hoy, Don Antonio y Hugo se mezclan en mi corazón.
En efecto: 1973: ¡qué año!...
Como para tantos argentinos fue un año clave, una bisagra. Venía de grupos de Iglesia. Medellín, la Iglesia Latinoamericana. Un poco de la Teología de la Liberación (de ojito), Hélder Câmara, la Biblia Latinoamericana, los primeros balbuceos con la “Pedagogía del oprimido” y “La educación como práctica de la libertad”, de Paulo Freire. En julio de ese año conocimos al obispo Enrique Angelelli en la provincia de La Rioja. Hacía poco había asumido Héctor José Cámpora la presidencia de la Nación. Fue impactante tratarlo e imbuirnos de la experiencia de la Iglesia riojana, de CODETRAL, la cooperativa agraria que impulsaba la Iglesia. La lucha por la expropiación del latifundio Aminga. Ese verano, 1974, volvimos algunos a La Rioja ya para quedarnos un tiempo prolongado. Una tercera en 1975. Lo que era de papel se encarnaba, luminosamente. Acompañamos al Padre Obispo a una “confirma” en Vichigasta, el santo patrono del pueblo era San Buenaventura. Trabajamos un tiempo en “La Estrella”, una parcela donde se cultivaba de todo. Recuerdo las sandías más grandes que haya visto en mi vida. En Sañogasta conocimos a Wenceslao Pedernera, a Coca, su esposa y sus tres hijitas. Teníamos que construir un comedor comunitario en la parroquia. Wenceslao, el Caudillo, como le decían, era nuestro maestro y paciente capataz. Con él aprendí a hacer el pastón, a encofrar; con él aprendí el valor de una vida íntegra, de un compromiso sin estridencias pero de amor total a sus paisanos. Era bueno con la vid, con la nuez, con lo que fuera. Era un caudillo de los trabajadores agrarios, sin duda. Supe después que en julio de 1976 un grupo de tareas fue de noche a su casa. Golpearon la puerta y cuando Wenceslao salió, lo mataron de diez balazos delante de su mujer y sus hijitas. Conocimos a los sacerdotes franceses Paco Dalteroch y Andrés Serieye, que habían llegado a la diócesis de La Rioja, al impulso de la Teología de la Liberación; en Famatina, a las Hermanas que habían fundado el primer sindicato de empleadas domésticas (ellas mismas ejercían ese oficio); al Padre Agueda Pucheta, que en 1972, en la capilla de San José de las Campanas de su parroquia de Famatina, había recibido una tremenda paliza. Los dueños de la tierra tienen su propio dios.
Cuando a fines del ‘75 escribí para avisar que iba para allá en el verano, recibí una carta que en lenguaje cifrado me sugería que no fuera hasta que me avisaran. Nunca llegaron a avisarme: antes llegó la muerte. Al obispo Angelelli lo asesinaron, al igual que al Padre Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville. Wenceslao, asesinado. Paco y Andrés lograron escapar a Francia.
En 1974 había ingresado a la Universidad de La Plata, inscripto en dos carreras: Antropología, en el Museo de Ciencias Naturales, y el Profesorado de Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Para mí, la principal era Antropología. Y esto, Antropología Cultural, motivado por mis viajes a La Rioja, que se extendieron a las provincias de Catamarca, Jujuy, Salta y una breve convivencia con una comunidad wichi en Tartagal, en la Misión San Benito, que por entonces dirigía un sacerdote jesuita.
Como muchos de mi generación fui pasando de los grupos de iglesia a la militancia política. A fines del verano de 1975 decidí ingresar a la Juventud Universitaria Peronista (JUP), en la Facultad de Humanidades. En ese primer grupo conocí a mi esposa, María del Valle. Fueron años de vértigo, de esperanza compartida, de una profunda vivencia del compañerismo, de alegría y euforia, por momentos, de dolor. Pasé a la JUP de la Facultad de Ciencias Naturales, donde participé de la militancia universitaria. Las asambleas, el Centro de Estudiantes, la Lista Azul y Blanca. Después de unos meses volví a Humanidades. La situación se complicaba cada vez más. La historia es muy conocida. En marzo de 1976, el golpe de estado. Para fines de ese año la masacre era ostensible y extendida, ya muchos compañeros y compañeras habían sido chupados o asesinados en la calle, en supuestos enfrentamientos. Hay tantos nombres, tantos rostros queridos. Debo mencionar algunos. Nombrarlos. Juan Miguel Iglesias: habíamos hecho juntos el recorrido de los grupos de iglesia a la política. Era un amigo entrañable. Lo secuestraron en La Plata, en febrero de 1977. Le debo la vida. Años después, con su madre, pudimos reconstruir su calvario hasta que lo asesinaron. Elsita Nocent: venía de una profunda vivencia cristiana, que seguía practicando con naturalidad. Siempre dispuesta a servir, a brindarse. La última vez que la vi con vida fue hacia fines de 1976. Un día de primavera, tan lindo. Nos dimos una cita en la localidad de Gonnet, en la República de los Niños. Estaba demacrada, hacía varias noches que dormía en cualquier lado, en baños públicos. No era la única. Cuando caía un compañero que conocía nuestra casa, nos íbamos, por seguridad. Pero ya a esa altura, muchas veces no había dónde ir. Fue inútil tratar de persuadirla para que se vaya de La Plata. El Brujo (Eduardo Valentini), fue mi primer responsable. Un compañero que no olvidaré mientras viva. Lo acribillaron en diciembre de 1976. Daniel Favero (Severino): fuimos compañeros de militancia y, durante unos meses de 1976, también de trabajo. Era fuera de La Plata, viajábamos mayormente en tren. No olvido nuestras charlas en el viaje. Era un buen poeta y buen cantor. Releo con asiduidad sus poemas que, felizmente, se salvaron y fueron editados. La última vez que lo vi fue en algo parecido a un festejo de Navidad en diciembre de 1976. Lo había invitado a comer pizza en El Ceibo, un boliche que estaba en Plaza Italia. Fui con María. Por más que hubiera vino era difícil brindar. Estábamos rodeados de muertes y desapariciones cercanas y queridas. Hacía un tiempo que no nos veíamos. Hablamos, un poco en susurros, de la situación, del futuro. Le manifesté que nos estaban cazando como a patos, que nuestros movimientos eran previsibles, que las citas de seguridad, en numerosas ocasiones, eran trampas caza bobos. En fin, no tiene importancia. Pero sí su respuesta. Me escuchó con el afecto de siempre. Me contestó: “Aunque yo supiera que soy el último, y no hay ninguna esperanza, no me iría. No podría irme. Por mí. Por los compañeros muertos”. Recuerdo con demasiada frecuencia su respuesta.
¿María es de La Plata?
Era de Jujuy y se fue para su casa. Yo anduve yirando. Yendo y viniendo de La Plata. Con todo, en febrero de 1977 hice las locuras más grandes, sobre todo por la situación de Juan Miguel Iglesias: había caído una casa que lo involucraba directamente. Creo que, además de la amistad, necesitaba demostrarme que no era el miedo, simple y natural, lo que guiaba mis decisiones. A lo largo de mi vida tuve varias veces situaciones riesgosas; muchos años de trabajo en Seguridad me las brindaron. Las encaré con cierto alegre coraje, para demostrarme que no fue por miedo. Aún no me lo demostré. Tal vez, cuando vea a la muerte cara a cara lo converse con ella. En marzo de 1977 me fui a Jujuy a encontrarme con María. Todo ese año estuvimos parte en Jujuy, parte en La Plata, enclaustrados, desvinculados de la militancia. Años después me enteré que a Daniel Favero y su compañera, Paula, los habían asesinado en la puerta de su casa, a mediados de 1977.
Me he demorado en estos pocos años, de 1973 a 1977, porque marcaron mi existencia y buena parte de mi poesía. La que escribí durante esos años quedó inédita y extraviada. Aquellos versos eran para ser dichos, para que vivieran en el aire. De hecho, los llamaba “canciones”, aunque no tuvieran música. Armaba libros, a veces manuscritos o tipiados a máquina, con tapa, encuadernación de ganchitos, ilustraciones. “Canciones para la Patria pequeña y otras canciones”, “Canciones rengas y monólogos forzados”. En fin, Miguel Hernández, León Felipe, Nicolás Guillén, sonaban en mis versos. Pero así fui forjando un lenguaje y un tono propio, apenas balbuceado.
Papá había muerto en mayo de 1977, en medio de angustias y temores. Antes había fallecido en Jujuy el padre de María. Entre 1978 y 1983 tratamos de rearmarnos y ganarnos la vida. Varios oficios fugaces: fletero en el Mercado de La Plata, operario en la fundición de una fábrica siderúrgica... Pero lo central fue que con María abrimos una vinería y, después, un kiosco. Lo destaco porque esos negocios se transformaron en el ámbito natural de reuniones de un pequeño grupo “literario” (las comillas son apropiadas). Con nosotros, principalmente, Gustavo Bruno y Guillermo Eduardo Pilía. Es que parte del rearme de vida fue volver a cursar Letras. No funcionó. Pero me relacionó con jóvenes que iniciaban la carrera. Yo era un forastero en ese mundo. Nos separaban, apenas, cuatro años de edad. Ellos fueron muy generosos conmigo. Pilía era el más activo. Nos vinculaba con otros grupos. Recuerdo a Carlos Barbarito y, muy especialmente, a Julio Parissi y sus bellos dibujos. Una persona luminosa. Etapa, aquella, alegre y sanadora. Hablar de poesía hasta muy tarde en la noche. Descubrir a Saint John Perse, a Cesare Pavese y su “Lavorare stanca”, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl y su oscura belleza. Leía mucho, escribía mucho. Y los proyectos, un poco de estudiantina. La publicación de “Hojas de Poesía”; la revista “Fénix”, en la que tanto trabajamos, sin siquiera poder socializar un número 0. Los poetas de la ciudad: Norberto Antonio, Patricia Coto, el Grupo Latencia, César Cantoni, Osvaldo Ballina. Por supuesto, Néstor Mux. El encuentro con los maestros de nuestra ciudad. Horacio Castillo y su interminable generosidad. La apertura del Ateneo de Estudios Humanísticos “Per Abat”, con Guillermo Pilía, fue uno de los últimos emprendimientos de ese tiempo. El nombre extenso y un poco pomposo intentaba disimular nuestra extrema pobreza. Dirigí el taller de poesía. Mis dos primeros “alumnos” (las comillas son necesarias) fueron dos muchachitos que empezaban la carrera de Letras: el poeta Mario Arteca y el novelista Esteban López Brusa. Cada tanto me los cruzo en la ciudad. Ellos dicen estar agradecidos. Yo digo que soy un hombre afortunado. Transité con entusiasmo ese mundo, aunque siempre un poco de afuera. Lo balconeaba.
En enero de 1981 nos casamos con María, en la Iglesia San Francisco de Asís, de La Plata. Al poco tiempo nació nuestra primera hija. Tuvimos seis hijos: María Clara, José Luis, Francisco, Marcelo, Joaquín y Ezequiel. Hoy se han sumado ocho nietos. Tan lindos. En 1982 cerramos los negocios e iniciamos una empresa de fabricación de ropa para chicos. María había trabajado en un taller como costurera y se daba maña. No nos fue muy bien.
¿Y con la reapertura democrática?
Empezó otra etapa. Entre 1983 y 1992 estuve vinculado a la Municipalidad de La Plata. Entré al Concejo Deliberante como Relator de la Comisión de Cultura. Un amigo de la época de los grupos de Iglesia, José Matías Arteaga, era ahora concejal por la Unión Cívica Radical y presidente de la Comisión de Cultura. Podía nombrar al Relator. Se enteró de cómo andaba y me llamó. Fue generoso. Sólo me pidió que no abriera mucho la boca. Eran puestos para militantes. Un poco deshilachado por toda la historia transcurrida, yo me seguía sintiendo peronista. Es más, había cometido la estupidez de votarlo a Ítalo Luder. Con María y Clarita en brazos habíamos concurrido al famoso acto de la quema del “cajón de Herminio”, el ataúd con las siglas de la UCR, llevado a cabo por Herminio Iglesias. Pasó muchas veces en la larga historia del Peronismo, lo mejor estaba en la calle, no en el palco.
A fines de 1987 asumió Pablo (Pebe) Pinto (UCR) la intendencia de La Plata. Me hizo llegar a través de algunos amigos su ofrecimiento de ser el Director de Cultura. Nos conocíamos bien. Yo dudé mucho. Una cosa era ser empleado en el Concejo Deliberante y otra ser funcionario en una gestión radical en la que, por otra parte, tenía varios y queridos amigos. Yo estaba entusiasmado con la Renovación Peronista y la figura de Antonio Cafiero. Un poco de aire fresco. Lo había votado para Gobernador. Se produjo la reunión en que tenía que contestar el ofrecimiento. Había decidido ahondar en un tema que ya no era un secreto, mi no pertenencia al radicalismo y ver qué pasaba. Arranqué por ahí. Breve, mi filiación política, mi voto a Cafiero, en fin, lo que pensaba que era un gesto de honestidad que me enaltecía. Creo recordar textualmente su respuesta: “Pero vos sos boludo: ¿yo te pregunté de qué partido eras o a quién habías votado, o si querías ser Director de Cultura?” Me quedé callado, un instante. Le contesté: “Sí, quiero ser Director de Cultura”. Eso fue todo. Le voy a estar siempre agradecido. Fueron, desde lo laboral y más, los cuatro años más felices de mi vida. Pude trabajar con una libertad y un respeto absoluto. Era joven, treinta y dos años, pero había vivido muchas experiencias. Volví a sentir cierta euforia adolescente, con la diferencia de que las ideas y proyectos podían encarnarse, incidir en la realidad concreta de mi ciudad y su gente, con todas las limitaciones y contingencias de los proyectos cuando se materializan en las asperezas de la realidad. ¡Qué alegría esos años! Todos los días eran una aventura. Prácticamente vivía en el Centro Municipal de Cultura, el querido Pasaje Dardo Rocha. No se trataba de un desmedido apego al trabajo o un exceso de responsabilidad: lo disfrutaba. Volvería a efectuar esa labor, pero me faltaría fuerza física. Es un trabajo humilde y un poco embrutecedor el de Director de Cultura. Uno se lo pasa viendo que el baño esté limpio, que no falte la bombita de luz, que la camioneta llegue a la plaza con el sonido para los titiriteros. Persiguiendo los expedientes para que cobren los artistas, procurando recursos. Mayormente, veía la obra de teatro entre bambalinas. Pero hablé con mucha gente, escuché a mucha gente. Evoco con especial cariño la creación de la Escuela Taller Municipal de Arte. Fue una épica. Tantas compañeras y compañeros se entusiasmaron y ayudaron a que se concretara y consolidara.
De la gestión de Pinto no voy a emitir un juicio de valor, fui parte de ella. Pero sí un comentario. Creo que fue la última gestión municipal que, al menos, intentó representar a los vecinos sin ser la mediadora o la rehén de los poderes reales de la ciudad. Esto le valió un curioso récord que podría constar en los Guinness. Durante los cuatro años que duró su gestión no salió una foto suya en el diario “El Día” de La Plata.
A fines de 1991 volví a mi puesto en el Concejo Deliberante. Estuve un tiempo allí, pero sentí que mi etapa municipal había terminado. Me fui con un retiro voluntario a tratar de vivir de mi oficio. Esto fue posible, también, porque desde 1984 habíamos iniciado con María un “emprendimiento gastronómico”, para decirlo un poco pomposamente. Empezamos haciendo sándwiches que vendíamos en las oficinas. La cosa fue creciendo. María es muy buena cocinera, no de academia sino de la escuela familiar en Jujuy. Hasta hoy sigue esa empresita familiar, Mazamorra, cuyo producto más representativo son las empanadas. Es mi libertad. En torno a ella vivió y creció mi familia y las familias de mis hijos. María es como Petra Cotes, el personaje de “Cien años de soledad”, pero laboriosa. Yo hubiera querido ser Aureliano Segundo, pero no se dio.
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El último poema de Marcelo Vernet:
Por cuestiones de oficio he tenido
que mentar a la muerte cada tanto.
Creo haberlo hecho con verdad y llanura de milonga.
Ahora, cuando se puede,
converso con ella por la siesta.
Ahora, cuando el insomnio o la tos
me muerden el pecho, discutimos.
(Escrito en el hospital San Juan de Dios, La Plata. Sala 1, cama 2. Viernes 25 de agosto de 2017)
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos 60 kilómetros, Marcelo Vernet y Rolando Revagliatti, 2018.
www.revagliatti.com