Los dos como reclamos e inicio de una noche parisina diferente a la nocturnidad burguesa de París. Allá por finales del siglo XIX. Donde en Montmartre se mezclaban nuevas costumbres con las que transgredir al deterioro del tiempo y los deseos de libertad se veían mezclados con noches de sexo nada convencionales: sexo, bailes y alcohol. Y todo transcurría al margen del día, en plena noche, bajo la sombra de un gato negro inmenso que se transmutaba en compañero de viaje, un gato negro que no maullaba, pues sólo se limitaba a marcar un camino: de perdición, de ruptura, de espacios sin preguntas y, sobre todo, disfrute. Allí, en la cima de la colina, donde las sombras dejan de marcar el territorio del bien y del mal. Allí dónde sólo reinan las ganas de pasarlo bien, entre historias de cabaré, circo, sombras chinescas, sombreros de copa y marginados que purgan su alma con absenta, tal y como hacía Toulouse-Lautrec: disminuido, bajito, insensato y con unas inmensas ganas de vivir que le alejaran lo más posible de su familia y de los nubarrones de los recuerdos de su infancia y adolescencia entre castillos, médicos y residencias. Médicos que no le entendieron ni le ayudaron a vivir ni a mejorar sus condiciones de vida. Y, por encima de todos ellos, la sombre del padre: lejano, burgués y acomplejado por el hijo. Detrás de ese telón de fondo es donde nace el artista. Venerado a día de hoy e incomprendido —por subversivo y escandaloso— en su época. Un artista que supo alejar su arte de las Academias y las Exposiciones Universales para trasladarlo a la vida sin más. Una vida cuyo único límite era el de la libertad de expresión y el de la pasión destructiva; una pasión plagada de sin sabores y contradicciones. Y una vida de artista en el más estricto sentido de la palabra. Tolouse-Lautrec vivió, mientras pudo, para el arte y sus pasiones: el cabaret, las mujeres, el alcohol. Se emborrachó por primera vez a los diez años, en la fiesta de cumpleaños de un amigo y, a partir de ahí no supo parar, como tampoco lo hizo antes las cortapisas del padre. Él, que supo expresar con sus manos todo aquello que no pudo hacer con sus pies ni con su cuerpo. Su lenguaje corporal fue la pintura: en movimiento, teñida de colores fuertes y también pasteles, de retratos, bailes y momentos que más tarde se volverían universales. Una pintura pionera en su momento y que fue la expresión vital de todo aquello que la vida y sus enfermedades le arrebataron. Con el paso del tiempo, lo físico se transformó también en viral: la tisis, el alcoholismo, la tortura de su marginalidad…
En la exposición Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre del Caixa Fórum Madrid, asistimos a ese universo plagado e impreso de pasión. Un universo al que acompañan las muestras de otros artistas de su época, con los que Tolouse-Lautrec compartió esa visión rupturista con lo establecido. La exposición —amplísima en el número de obras expuestas— es un fiel reflejo de la época que retrata, pues los cuadros al óleo dan paso de una forma poderosa a los carteles, las ilustraciones y los formatos más singulares, donde la expresión de los artistas en ocasiones es majestuosa y en otras minimalista. Ambas, son manifestaciones complementarias y significativas de una forma de ver el mundo que se anticipa muy bien al siglo XX y a los múltiples interrogantes y las crisis que éstos acarrean. Esa ruptura, en nuestro caso, se hace al margen de la realidad parisina del momento, aunque poco a poco se convertirá en la verdadera protagonista de la época, donde por ejemplo, las sombras chinescas serán el anticipo del cine, o los carteles, tiempo después, se convertirán en un poderoso instrumento de propaganda. En definitiva, época de transformaciones y cambios que, a través de esta exposición, asociamos a historias de cabaré, circo, sombras chinescas, sombreros de copa y marginados purgados con absenta.