Pocos saben que, probablemente, la primera persona que pisó la Antártida fue un español, bien es verdad que fue por casualidad. Una inesperada tormenta hizo que el navío de línea español San Telmo se desviase de su derrota y sufriese un naufragio por aquellos lares. Hasta entonces, ninguna nave había viajado tan al sur de nuestro planeta. Fue el brigadier Rosendo Porlier quien capitaneaba una pequeña flota de navíos que en la primavera de 1819 saldría del puerto de Cádiz para, tras atravesar el cabo de Hornos, llegar a las tierras del Perú que se había sublevado bajo el mando del general José de San Martín y que, poco después, en 1921 firmaría la independencia.
Las cuatro naves que formaban la expedición, a comienzos de septiembre del 1819 cuando cruzaban el cabo de Hornos sufrirían una colosal tormenta que hizo que la nao capitana se alejase más de 500 millas del rumbo trazado y llegase a encallar en las, hasta entonces, ignotas tierras antárticas. La novela, justamente, comienza en ese episodio y lo que continua es una elucubración del autor de Rentería de lo que hubiese podido suceder. Una especulación con visos de verosimilitud, pero desgraciadamente no hemos podido saber lo que realmente sucedió. Sí sabemos que, en enero del año siguiente, el capitán británico William Smith llegó a la Antártida y allí encontró, en la que denominó isla de Livingston, restos del naufragio de la San Telmo. Cuando llegó a sus queridas islas británicas contó lo que había visto pero las autoridades de su Graciosa Majestad le conminaron a callar, algo muy típico de las autoridades de ese insular reino.
Cuando comenzamos a leer la novela, ya sabemos cuál va a ser el final. De ahí que la lectura se asemeje a una cuenta atrás. Las vicisitudes que pasan esos 644 hombres son la crónica de una muerte anunciada, bien por frío, hambre o inanición. Sorprende saber que entre todos esos seres humanos había una gran cantidad de grumetes, pajes o ayudantes con edades comprendidas entre los nueve y once años, más o menos. Niños que me imagino serían los primeros en perecer debido al frío y a la falta de alimentos.
Álber Vázquez hace varias hipótesis sobre lo que pudo ocurrir, tanto en la manera de dividirse el trabajo o de la forma de sustentarse, cómo buscaban los alimentos o derretían el agua para poder beber. En esta lucha por la supervivencia vemos la diferencia de clases que había entre los mandos y el personal de tropa, bien sean marineros, artilleros o infantes de marina. La novela crea un ambiente muy agobiante, las luchas entre los diferentes grupos se va haciendo cada vez más patente, consiguiendo así mantener la tensión narrativa. La fuerza dramática de algunos personajes, como el sacerdote Pizarro, aumenta, si cabe, la ansiedad con la que viven los supervivientes, sabiendo que su fin se acerca como la cuenta atrás de un reloj.
Las luchas entre esas diferentes clases llegan a su punto más álgido con el amotinamiento de una parte de las víctimas de ese naufragio. Las descripciones de los enfrentamientos tienen ese color gris tirando a negro del género de similar color. Son esos momentos los más dramáticos de la novela. “Muerte en el hielo” utiliza un narrador omnisciente que en algunas ocasiones dialoga con el lector y va anticipando los posibles desenlaces que todos prevemos pero que no dejan de sorprendernos por los imaginativos giros que en la trama hace el autor.
Probablemente, la historia real no ocurrió como el escritor vasco apunta. Pero no nos importa. Estoy seguro de que si no sucedió así poco le faltaría. Álber Vázquez ha conseguido escribir una versión de la historia muy verosímil, que nos habría gustado que sucediese tal y como narra la gesta que ese puñado de hombres y niños vivieron en unas tierras gélidas y áridas como no hay otras en nuestro planeta azul.
Puedes comprar el libro en: