Y Lola estalló. Estaba haciendo café y charlando con su marido sobre algo tan intrascendente como apagar o dejar encendida la radio y sin más se puso a llorar, en silencio. Cuando él se dio cuenta, comenzaron las preguntas, preocupado: "¿Qué te pasa? Pero, ¿qué te pasa mujer?" Y Lola contesta: "¿Sabes qué me pasa? Que echo en falta la vida cuando era nuestra".
En ese momento, y es la página 21, la frase estalla, casi provoca un sobresalto, y deja una sensación de "así que era esto..." y quien lee se da cuenta de la potencia que tiene Marian Izaguirre planteando situaciones complejas mientras se trastea en la cocina, por ejemplo. Y quien lee se da cuenta de que pase lo que pase, le guste o no lo que ocurra en las cuatrocientas páginas siguientes, ya no va a soltar este libro hasta el final.
También hay que añadir que Lola estaba "intentando" preparar café con lo que quedaba en el paquete de achicoria, al lado de la chapa de carbón de una cocina estrecha, medio metro de baldosines blancos, y un fregadero de granito no muy hondo. Estaba haciendo el café que se podía hacer en los años cincuenta en la España de los perdedores.
Así es la singladura de La vida cuando era nuestra desde el principio hasta la última página. Izaguirre va navegando por la vida de sus protagonistas jugando con la sencillez de lo cotidiano, como si el mar siempre estuviera en calma, mientras se destejen los grandes conflictos y las miserias y las grandezas humanas van tomando su lugar. Recorre la primera mitad del siglo XX, de Londres a París, de París a Madrid, pasando por Italia, mientras las grandes guerras y sus secuelas van dando zarpazos a todo lo que encuentran.
Y ya, en la página 90, te das cuenta de que estás leyendo tres libros al mismo tiempo. El primero, el que escriben Lola y Matías en un presente de postguerra casposo y miserable, recordando un pasado que llegó a ser brillante, pero con demasiados claroscuros que tiran de ellos hacia la desesperanza. Un pasado que reaparece a menudo con forma de señor bajito, mal encarado y con bigote fino y que Lola conoce desde el día de los escombros. Lola odia los escombros y, como dice Matías: "No era extraño que a veces se viniera abajo; le había tocado el papel menos agradecido, porque no hay nada más agotador que la contención". Porque 15 años después de aquel día de 1936 solo les queda una librería de viejo en una calle sin salida, un presente mezquino y en ocasiones canalla y un futuro demasiado incierto.
El segundo, de la Alice actual, una mujer de cincuenta años que vive como una espía infiltrada en esa España a la que solo le unen los restos de aquellos a quienes amó y que la generosidad de sumarse a una guerra que no era la suya para defender unos valores que sí les eran propios, dejó para siempre enterrados en un país ajeno. Una Alice que aún no se acostumbra a ser quien es: "lo desapercibidas que podemos llegar a ser las mujeres cuando la vejez nos viste por fuera" -se lamenta-; o quizá, que no se acostumbra a ser quien parece ser. Una Alice que utiliza esas canas que le resultan tan ajenas, su acento extranjero y un buen abrigo de hace 30 años que muestra lo que fue, para pasar inadvertida o hacerse fuerte por la impunidad que le ofrece esa coartada.
Y el tercero, el libro que Lola y la Alice actual leen juntas en la angosta librería de viejo de la calle cortada: "La chica de los cabellos de lino". Unas memorias de alguien que dice ser la hija secreta del duque de Ashford y asegura que luchó en España en las Brigadas Internacionales. Una mujer que lleva vida de rica cuando realmente no tiene nada. Nada. Ni padre ni madre, ni hogar ni patria y se vuelve humilde y aterriza en el mundo de los mortales y sus preocupaciones cuando consigue el sosiego de encontrarse. Cuando descubre que su país tiene nombre -"Mi patria era Henry, el hueco de un hombro donde apoyo la cabeza"- y "que la identidad no admite traducción" que le dirá Lola.
Toda esta compleja arquitectura literaria descansa sobre un atril. Quizá por eso no pesa, se hace ligera, solo se percibe lo alambicada que es en los descansos, en los momentos en los que se deja de leer La vida cuando era nuestra y haciendo cualquier otra cosa, te das cuenta de que el libro no te deja a ti. Un atril y un escaparate, ésa es la excusa que Marian Izaguirre utiliza para reunir tanta vida, tantas vidas y tanta historia. Una excusa que en realidad es el símbolo del cuarto libro que esconde La vida cuando era nuestra. Sí, hay cuatro. El cuarto es el homenaje a la literatura que encierran sus páginas. "Pero lee, lee siempre que puedas. Eso te salvará", le dijeron a Alice cuando era casi niña y eso hace, continuamente. Leer es la pasión de Matías, brillante editor antes del 36; leer es la vida de Lola, traductora cuando las muchachas españolas podían ir a estudiar a París.
Un atril en un escaparate que muestra un libro abierto, un libro que se puede leer y que el librero tiene la amabilidad de pasarle la página cada día. Es el homenaje de Izaguirre a esos libreros y libreras que sobrevivieron, que, a pesar de todo, mantuvieron sus negocios, cambiaron novelas románticas y de aventuras por dos pesetas y vendieron lápices de colores, pero sobrevivieron. "Mi librero. El que me surte de sueños y me alivia la realidad", que le gusta pensar a Alice.
Más que personajes, Lola, Matías y Alice, son gente a la que quieres conocer. Apetece coger el teléfono y quedar con ellos para cenar al día siguiente. Lo mismo ocurre con todos los secundarios aunque a ellos, a toda la cohorte que desfila por La vida cuando era nuestra, y son muchos, habría que echarle mucho valor para hacerlo. Porque de qué se puede hablar con Frances, una mujer que turbaba a la propia Alice, que solo acertaba a describirla con una larga frase: "Hay mujeres que cuando entran en una habitación deslumbran. Y otras, como Frances, que cuando aparecen alumbran. Frances era pura luz. Parecía que se hubiera tragado el sol de un bocado".
Marian Izaguirre nació en Bilbao y ahora reside en Madrid, en una casa donde se van juntando amigos, libros y buena música. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ha desarrollado una labor ocasional en el campo del periodismo, la comunicación y la publicidad, mientras se dedicaba de forma ininterrumpida a la escritura.
Hace ahora veinte años que vio la luz su primera novela La vida elíptica, con la que obtuvo el histórico Premio Sésamo. Desde entonces ha publicado cinco novelas más: Para toda la vida (1991), El ópalo y la serpiente (1996), La Bolivia (2003), El león dormido (2005) y La parte de los ángeles (2011). Es también autora del libro de relatos Nadie es la patria, ni siquiera el tiempo (1999), que obtuvo el premio Caja España y que recoge los cuentos escritos a lo largo de diez años.
En novela ha obtenido los prestigiosos premios Sésamo, Andalucía, Ciudad de Salamanca y Ateneo Ciudad de Valladolid, entre otros. Sus novelas se publican habitualmente en Alemania.
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