En los talleres trabajas. ¿Trabajas? Pero, si escribir es un placer, un juego, un entretenimiento, un fervor, un mero desahogo… Sí, sí, claro, pero estamos hablando de escribir bien, ¿no? Colocar una coma, un punto y coma, quitar dos adjetivos, pensarte tres veces si poner o no esa anáfora o hacer una transición con una elipsis, son cosas que requieren muchas horas. ¿Y la fluidez? ¡Ah! Eso sí es complicado. Kundera se dio cuenta enseguida de que escribir era contar cosas complicadas de una manera muy sencilla. Nunca, al contrario. El escritor que empieza no cae en la cuenta de algo tan obvio. Para lograr esa fluidez, terminamos con la espalda rota de quitar pedruscos del camino, bizcos frente al texto, frente a ese barullo de significados y significantes. Bajamos, como decía, Philip Roth, a la mina.
Aprendes también que, para lograr un buen texto, hay que sudarlo. Aun así, en los talleres te lo pasarás muy bien. Realmente bien. Nuestros personajes, en ocasiones, permanecen semanas o meses quietos, mirando a través de una ventana, a punto de pronunciar una frase o bien, listos para morir. Pueden llegar a morir y resucitar seis o siete veces la misma tarde. Personajes que, un día, terminan acompañándonos al taller, sentándose a nuestro lado. Incluso cautivando a nuestros compañeros. Veremos como, al cabo de unos meses, hemos sido capaces de tener media docena de relatos, ideas, fragmentos…
En estos rincones de los que hablamos, escribir es volver a tu infancia, a la infancia olvidada, oculta, chunga; escudriñar tu presente más inmediato o hacer de tus miedos un thriller psicológico, al más puro estilo Wilkie Collins. Escribir es aislarte, recalentarte el cogote debajo del flexo, dar esquinazo a la realidad para, de repente, estamparte contra ella. Es temblar, reír y llorar, llorar mucho, a veces demasiado. También es quitar, tirar a la basura, volver a empezar y nunca enamorarte de lo que escribes. Si lo haces estás perdido. Deja que sean los demás los que se enamoren de tus textos. Escribir, poco tiene que ver con el amor, tiene más que ver con la lealtad o, en todo caso, con la inútil búsqueda de respuestas. Tiene más que ver, como decía Bradbury, con aquello que detestamos que con lo que amamos.
Leer como un escritor, es algo que también se aprende en los talleres. El escritor o la escritora que imparte un Taller de Escritura, te lleva unos años de ventaja, comparte contigo el proceso que él o ella siguió. Pasan los meses y comprendes que estás empezando a leer de otra manera, detectas las capas de texto, los planos, distingues narradores y consumes las horas canibalizando cada frase. En ocasiones, te puedes sentir incómodo. De la misma manera que, unas gafas de aumento podrían alterar nuestra manera de pasear por la naturaleza. Consigues mirar más allá de la espuma de la ola, meter la cabeza hasta las mismas entrañas del texto, lo sientes, lo escuchas y lo tocas. Una vez que el verbo leer, deja de ser impositivo, como dice Pennac, y se convierte en una adicción, en una absoluta necesidad, nada es como antaño. Ves la luz. Comprendes que, hasta el momento, no sabías lo que era una verdadera experiencia de lectura. También es cierto que, el tiempo se vuelve en tu contra, comprendes que no vivirás lo suficiente ni para leer todo lo que quieres ni para escribirlo. Es en ese momento cuando eres consciente de que, el ritmo, la frecuencia, la intensidad y las lecturas, cuidadosamente seleccionadas en clase, te hacen sentir mejor, aligerar esa frustración causada por la irremediable finitud.
Después de haber asistido a un taller, serás mucho más crítico y exigente con aquello que das a otros para leer. Te lo pensarás dos veces. En fin, que valorarás más el tiempo de los demás. El de los lectores. No te quepa duda de que sabrás cuándo estás realmente listo para sacar a la luz tu obra. Sí, tu obra. Esa que has ido plantando, regando y amasando en estos lugares tan especiales, curiosos y entretenidos en los que la imaginación es contagiosa y la creatividad nos engorda. Lugares apartados de las tendencias, de la inmediatez, lugares reflexivos, algo caóticos a veces, cada día distintos y donde todos, a través de los textos, nos sentimos seres únicos. Es una sana práctica que en otros países comenzó en los años sesenta. Es una estupenda manera de huir del mundanal ruido, de mantener el ritmo de escritura, de entrar en una dimensión distinta, de mirar, conocer, aprender y, en ocasiones, limar inseguridades o mantener el ego bien atado. Y, sobre todo, un alivio para aquellos que te leen. Ellos lo notarán. Eso no lo dudes, porque escribirás mucho mejor.
Eva Losada Casanova es escritora, directora y fundadora del espacio de creación literaria La plaza de Poe.
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