El día que quedé con Pessoa en Lisboa metí en mi bolso uno de sus antiguos libros de poemas que todavía tenía en mi poder. Yo quería que me lo firmara, aunque la cuestión era que todavía no sabía cómo lo conseguiría, porque la idea, por mucho que me quisiera engañar, se resumía a que una sombra o un recuerdo se convirtiera en algo tan material como mi deseo, por tanto, mi anhelo era tan imposible de cumplir como el mismo hecho de querer encontrarme con un fantasma. Menos mal que en mi auxilio llegó Ricardo Reis, uno de los heterónimos de Pessoa, al que Saramago, en su novela titulada, El último año de Ricardo Reis, hizo que se le apareciera la sombra del ilustre portugués antes de que ésta se difuminara por completo una vez que hubiesen transcurrido los pertinentes nueve meses desde su muerte —los días que, según el propio Pessoa, el destino nos deja hacernos visibles a los vivos tras nuestro fallecimiento, para de ese modo, compensar el tiempo que permanecemos dentro del vientre materno—. «¿Tendría yo la misma suerte en los nueve meses posteriores del ochenta aniversario de la muerte del ilustre portugués?», me pregunté, engañándome a mí misma como si el poder de los muertos a la hora de presentarse en forma de sombra o fantasma ante los vivos fuese una circunstancia tan caprichosa como aleatoria que sólo dependiese de las cifras redondas de las efemérides que se repiten a lo largo del tiempo.
Por si acaso fallaba mi plan me refugié en los versos del propio Pessoa: «Que los dioses, si son justos en su injusticia,/ nos conserven los sueños incluso cuando sean imposibles,/ y nos concedan buenos sueños,/ incluso si son triviales». Y quizá, por eso, tuve una visión, y yo misma me creí que podría ser tan material como mis deseos; unos deseos iniciales que, sin embargo, se vieron trastocados por el influjo del fado, la melancolía o la perenne saudade de la ciudad de las siete colinas, pues nada más imaginar cómo mis pies se depositaban sobre sus adoquines, fui víctima del embrujo de su luz azul; una luz que se difumina con el horizonte del infinito océano Atlántico cuando se divisa desde cualquiera de sus estratégicos miradores. En ese momento, no se me ocurrió una metáfora mejor que ésta para definir la doble geografía del poeta portugués y sus heterónimos, y a ella me agarré para iniciar mi búsqueda, pues pensé que, dentro de nuestro subconsciente, todos somos capaces de reconstruir un mapa sentimental que nos ayuda a dibujar el contorno de una ciudad que nos resulta conocida o familiar, y no sólo eso, sino que esa evocación va más allá de la necesidad de pisar sus calles. En mi caso, Pessoa y Lisboa, Lisboa y Pessoa son la intrahistoria de un desasosiego muy literario al que de una forma caprichosa siempre he puesto una voz y una música y, así, cada vez que evoco la imagen de la Avenida de la Libertad o del Barrio Alto de la capital portuguesa, la voz de Teresa Salgueiro se apodera de mí y, esta vez, mientras intento tropezarme con Pessoa en Lisboa, ella acuna mis deseos con las notas de la canción, Haja o que Houver, para de esa forma teñir de colores el perfil de mis anhelos: «Pase lo que pase/ yo estoy aquí./ Pase lo que pase,/ espero por ti...» Unos versos que, aparte de emplear para acompañar mis recuerdos sobre la ciudad de Lisboa, son como ese viento procedente del océano que modela nuestros deseos y se pasea junto a nosotros por las calles de La Baixa cuando lo hacemos recogidos con el tacto de los sueños; sueños que un día fueron reales, pero que el paso del tiempo han convertido en unha saudade, ese estado del alma que sólo se puede dar en portugués y no admite traducción alguna, porque Lisboa, igual que el mejor de los amantes siempre nos espera acompañada de ese tímido viento que nos acoge en la última hora de la tarde, ése que nos acompaña cuando todo deja de ser real para convertirse en un interminable velo de nuestros recuerdos. Ahí, es donde la saudade y la tristeza, la melancolía y la añoranza, junto a los azulejos teñidos de azul y las volteretas agitadas de nuestros recuerdos, se funden en un único sueño..., el sueño de la eterna espera. Una espera que Pessoa aprovechó para refugiarse, una vez más, en alguno de los numerosos cuartos de alquiler que habitó a lo largo de su vida en una ciudad por la que, muchos de los que le conocieron, decían que se desplazaba sin llegar a mojarse los pies con los charcos y, lo más importante, sin la necesidad de detenerse para hacerse material y presente en una de sus múltiples efemérides. Sin embargo, aquel día —en mi fallido intento de que me firmara el libro que metí en mi bolso—, no me preocupé, porque en un último intento a la hora de retar a mis deseos se me ocurrió ir a su café preferido, el Martinho da Arcada, un espacio físico y mental donde todavía permanecía vacía la silla en la que él acostumbraba a sentarse, junto a sus gafas. Saqué el libro del bolso y lo dejé sobre la mesa con la esperanza de que nuestro juego se hiciese realidad, pero al igual que si él me estuviese mandando una señal desde el más allá, los ecos de su poema Autopsicografía resonaron de una forma clara en mi atormentada memoria: «El poeta es un fingidor...», «tanto o más como mi falso anhelo de encontrarme con el fantasma de Pessoa en Lisboa», pensé. Y quizá, porque mi mayor talento sólo haya sido el de poner trampas a mis deseos, recordé las palabras del poeta portugués cuando escribió: «Todos los sueños son el mismo sueño,/ porque todos son sueños./ Que los dioses me cambien los sueños, pero no el don de soñar».
Sin embargo, cuando hoy he vuelto a pasear por Lisboa, en uno de mis sempiternos viajes de estos últimos nueve meses, recalé de nuevo en el café Martinho da Arcada, y lo hice con esa íntima esperanza de ver los deseos cumplidos. Para mi sorpresa, al acercarme a su mesa —que todavía permanecía vacía— vi que allí aún estaba el libro que le había dejado. Al abrirlo, por fin pude leer mi ansiada dedicatoria: «Toda la dicha cabe en una lágrima, toda la culpa en un recuerdo», firmado: Fernando Pessoa. De pronto, pensé que a mí también se me había concedido la dicha de poder aparecerme y ser capaz de experimentar todo aquello que Pessoa vivió tras su muerte, pero al salir del café algo me ocurrió, porque me transformé en aquello que tanto deseaba desde hacía mucho tiempo: un recuerdo, aquel en el que me convertí cuando dejé el mundo de los vivos el día que quedé con Pessoa en Lisboa.
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