El título de la columna y comentarios como ése, hacen pensar que el autor peruano ve en las feministas poco menos que nuevas torquemadas. Quedando él —y otros pocos como él— como únicos y valerosos héroes de Occidente; vigías empeñados en defender la democracia, la literatura, o lo que toque ese domingo contra las malvadas, incultas y totalitarias hordas que las amenazan. Y también contra esos «amplios sectores que, paralizados por el temor de ser considerados reaccionarios, ultras y falócratas, apoyan abiertamente esta ofensiva antiliteraria y anticultural»: silenciosos cómplices de la barbarie.
Es cierto que en el texto, Vargas Llosa habla sólo de «algunas feministas radicales» y que da un par de ejemplos. Primero, un decálogo que no dice por quién ha sido elaborado —pero se lo digo yo: las autoras son Yera Moreno y Melani Penna y está en la web de la Revista TE CCOO— y en el que se pedía, entre otras cosas, la retirada de los manuales escolares de obras de autores como Marías o Reverte por considerarlas machistas. Segundo, una columna de Laura Freixas también en El País donde se realizaba una lectura feminista de la novela Lolita, de Nabokov. Pero esos dos ejemplos le sirven a Vargas Llosa para señalar al feminismo, en su conjunto, como el mayor enemigo de la literatura. Que es lo mismo, aproximadamente, que desprestigiar el voto libre en democracia porque haya pueblos que elijan como presidentes a Trump, a Putin o a Maduro.
Y pase que lo del decálogo parece fruto, en unos pocos de sus puntos, de una borrachera prohibicionista —aunque muchas otras de sus propuestas no sólo parecen razonables, sino también necesarias—, pero me pregunto en qué perjudica a la evolución de la literatura que se hagan lecturas feministas de clásicos como Lolita.
No creo que Freixas diga que la de Nabokov es una mala novela —de hecho: dice lo contrario—; pero aun si lo dijera, estaría en su derecho. Lo que Freixas hace en su texto es, de hecho, otra cosa: señalar que «quienes defienden la legitimidad de representar artísticamente el mal, nunca reparan en el detalle de que el mal en cuestión suele ser el de los poderosos (varones, occidentales, blancos, de clase media o alta) contra los subalternos (mujeres, colonizados, de otras razas o pobres)».
Y, como ni las mujeres ni el feminismo necesitan varón que las defienda —ni yo tengo madera de héroe— es en hablar de otros cuantos peligros para el arte y, en general, la libertad de expresión que, humildemente, me parecen más importantes, en lo que me voy a centrar en lo que queda de columna.
Porque resulta chocante el dramatismo con el que últimamente Vargas Llosa y otros muchos varones se tiran de los cabellos o mesan sus sabias barbas con lo que respecta a la crítica feminista —que señalan como censura propia de regímenes totalitarios— y lo poco que parece importarles que se encierre a raperos, a humoristas o se quiera juzgar a Willy Toledo por cagarse en Dios. Algo que, por cierto, en mi pueblo, y hasta hace no mucho, hacía casi hasta el cura. Y eso que es un santo.
Quizás sea bueno recordar que la censura, en rigor, es otra cosa. Y sólo se puede ejercer de arriba hacia abajo: de quien tiene poder hacia quien no lo tiene. Del dictador hacia el pueblo, y no viceversa.
Por eso, y como bien explica Aysa Nueve en el último número de El Salto, parece difícil lamentarse porque personas que hasta hace una década eran invisibles, socialmente marginadas, comiencen a reclamar su visibilización y ser tratadas con respeto. Es difícil sentir pena porque un hombre blanco, con dinero y heterosexual se lo tenga que pensar dos veces antes de hacer un chiste de mujeres, negros, pobres o maricas. Lo único que manifiesta es que esas minorías están ahora presentes en el debate público, y antes no. Ahora uno ha de enfrentarse a ellas y a sus opiniones, y antes no.
Por otro lado, si hablamos de censura real, está más cerca de serlo, por ejemplo, la nueva normativa de RTVE que permite a los directivos del ente público controlar los correos electrónicos de sus periodistas. Saltándose de facto la confidencialidad de las fuentes. Pero contra medidas como esas, nuestros intelectuales no se manifiestan.
Como no se manifiestan cuando encarcelan a titiriteros por una obra de ficción, se denuncia a presentadores que hacen chistes sobre el Valle de los caídos o se empapela a tuiteros que se ríen de Carrero Blanco. O ya que estemos, cuando se persigue por blasfemia a quien ha hecho un montaje con su cara y un cristo barroco.
Como tampoco parece importarles la concentración de medios, el papel que los grandes inversores en publicidad juegan a la hora de evitar que se publiquen ciertas noticias o la creciente precarización de la profesión periodística, que lleva a los redactores a tener que tragar con ciertas imposiciones y censuras que, de no estar en juego su supervivencia económica, jamás tragarían.
Tampoco les veo lamentarse, en lo que la literatura se refiere, por los cenáculos donde se reparten premios y prebendas; por los amaños, el marketing como rector de los éxitos literarios o una crítica que, con los escritores ya establecidos, sólo practica el parabién y la palmada en la espalda, sin separar ya, y desde hace mucho, el grano de la paja.
Porque en general y salvo honrosas excepciones, los defensores de la libertad de expresión —o la democracia, o la literatura o el humor— que salen a denunciar la censura de las redes, de las feministas o de los nuevos tiempos, se sienten muy atacados en su estatus de dominadores por quienes desde abajo comienzan a reclamar dignidad, pero muy poco interesados por apuntar sus dardos hacia arriba: hacia quienes mandan. Hacia quienes cortan el bacalao. Hacia quienes crean leyes mordaza y dominan los medios. Hacia los poderosos.
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