No el menor problema que hace tambalear a la civilización occidental, en riesgo de sucumbir, es la degradación de las mentes, su estatalización, pues el estatismo se ha instalado en los espíritus reblandecidos, en los ánimos sumisos como sustituto o sucedáneo de la religión; incluso de una modalidad confortable que elimina el compromiso y no precisa la fe, pues produce milagros palpables, traslación a lo inmanente, al Estado de los atributos de la Providencia. El Estado construye edificios megalómanos, sin cimientos sólidos, en sí insostenibles, pero que durante décadas se han mantenido en pie.
Los humanos, en esta involución evolutiva, en esta estricta degeneración, adoran al Estado con el fervor angustiado con el que las tribus reverenciaban a su tótem, esperando su favor. El gran Alexis de Tocqueville, cuya clarividencia impresiona, ya atisbó en el horizonte lejano la llegada de esa degeneración gregaria, en la que los hombres estarían dispuestos a entregar al Estado su libertad, e incluso a abjurar de su capacidad de pensar, a cambio de la seguridad de la cuna a la tumba. A nosotros, nos ha tocado ver cumplida la profecía y percibir por todas partes, como una locura colectiva, los efectos demoledores en la condición humana, el empequeñecimiento de las almas, la animadversión al riesgo, el temor a la libertad, la falta de objetivos grandes e ideales nobles, la corrupción de las mentes y de las costumbres alacayadas y la exacerbación impúdica del oportunismo, el cinismo y la hipocresía. Un paisaje enervante de pigmeos del espíritu conformados gozosos a los límites del aprisco del rebaño.
Esta dictadura es perfecta pues se asume y se interioriza, de modo que ha convertido, mediante la mentira y la propaganda que generan espejismos, a Leviatán en un ídolo con los dones taumatúrgicos del cuerno de la abundancia. Las gentes de espíritu adormecido creen en cosas tan absurdas como que el Estado es un ente neutro y altruista, capaz de subvenir a todas sus necesidades. Ni tan siquiera pueden entender que ese Estado está formado por políticos y burócratas, mandarines del Presupuesto, levitas de la fiscalidad, que persiguen su interés personal, sin el control de la libre decisión de las personas, si no mediante la coacción de los poderes coercitivos del monopolio de la violencia concedido al Estado para la protección de la sociedad y la defensa de los derechos personales.
Los privados son execrados por su egoísmo y su afán de lucro, por su interés personal, por su enriquecimiento, pero para conseguir su éxito han de satisfacer alguna necesidad de los individuos en mejor relación calidad-precio que sus competidores. Leviatán se aparece a los pigmeos de espíritu como un ente todopoderoso y benefactor, cuyos servidores habrían superado las limitaciones de la condición humana para ser generosos redistribuidores o donadores de bienes sin cuento. A pesar de todas las manifestaciones del engaño, de las continuas recaídas en el abismo, de haber sido llevados a las trincheras en dos ocasiones por Leviatán, la degeneración de las mentes impulsa la adhesión acrítica que se da en las sectas destructivas. Las gentes apesebradas y debilitadas en su carácter, atenazadas por miedos atávicos e instaladas en la inmadurez, están dispuestas a creer groseras estupideces del calibre de que el Estado suministra servicios gratis. Superlativas mentiras de ese tipo están puestas con descaro en el frontispicio de constituciones y leyes. Se estampan en grandes pancartas que pasean los supuestos líderes morales en las que se leen “por una enseñanza pública de calidad y gratuita”, cuando nada es gratis. Parecería que los adoradores del Estado hubieran llegado a pensar que Leviatán produce de continuo efectos mágicos como dar sanidad o educación o circo gratis, sin el expolio continuo del contribuyente. Leviatán promete viviendas o salud e inventa derechos al paisaje o al crimen o a una muerte digna. Pervierte de continuo el lenguaje, trastocando el sentido de las palabras, como si a través de nuevas fórmulas fuera capaz de obrar sortilegios y producir maravillas. Estas manifiestas falsedades son de uso común en la vida pública, y casi nadie las discute. Se difunden en las aulas y en las cátedras. Se aventan en los medios de incomunicación como verdades incontestables, como pensamiento dominante, al que quien ose oponerse sólo puede hacerlo bajo alguna falla psiquiátrica o alguna perversión intelectual, pues, a menudo, se confunde la moderación con la cobardía, de forma que la corrupción de las mentes se ha hecho tan intensa que la verdad, por lo general, se ha tornado hiriente. Las groseras mentiras del culto al Estado las repiten políticos de todos los partidos como nuevos clérigos mundanizados de un pequeño dios común con diversos cultos, al que todos pugnan por engrandecer.
En efecto, esa adoración al Estado reviste diversas formas. Sin duda, la más genuina, el núcleo de la ortodoxia es la corriente surgida en sus vertientes socialistas y fascistas, internacionalistas las primeras y nacionalistas las segundas, pero los conservadores han generado sus propias cepas y compiten en fervor estatista; simplemente se ofrecen como los mejores gestores, como los más preparados para mostrar la gloria de Leviatán y evitar la desafección de los adeptos. ¡Oh! el mito de los buenos gestores.
Los cristianos que, en principio, parecerían los más inmunes a esta tosca idolatría, por su creencia en la trascendencia y por su defensa del derecho natural, de la dignidad de la persona, se han plegado al nuevo culto, generando un destructivo socialcristianismo (beato camuflaje de socialismo cristiano), por el que se transfieren los principios evangélicos de fraternidad y caridad al Estado, dotándole así de legitimidad moral, cuando, en cuanto ídolo, conspira por sustituir y erradicar a la Iglesia, mientras la mantiene domeñada y en proceso de extinción a cambio de financiarla y hacerla cómplice de la Agencia Tributaria. En el sacrilegio estatista, en la innoble blasfemia de Leviatán pretendiendo suplantar a la Providencia, está la fuente hedionda de donde surge el cenagal de la secularización. Así fue desde el principio: Bismarck, el primer profeta del nuevo culto, puso en marcha la kulturkampf con la que pretendía restringir la Iglesia a los templos como paso previo a su erradicación.
El Estado, ansioso de adoradores, tiene cultos más estrictos y sectas más virulentas, como la nacionalista o de ‘estado nacional’, que obliga a sus seguidores a buscar la perfección de una identidad inexistente, que les somete a las angustias de un imposible esencialismo y que les agota en un éxodo sin término y les desquicia con pasiones tribales de un paraíso perdido, desde el que la raza o la lengua degeneraron.
Esa adoración al Estado es tan intensa como interesada. Ahora cuando ha fracasado, cuando es evidente y clamoroso el fraude de sus aparentes milagros, pues se producían, sin misterio, mediante deuda y expoliación, mediante el canibalismo compulsivo de los contribuyentes, los adeptos persisten en defenderlo y aún de exigirlo; a pesar de la quiebra estruendosa aún se establecen dudas delirantes sobre si no se ahorra demasiado o se gasta demasiado poco. En sus escasos momentos de duda, los sectarios desesperados recurren el espejismo de los viejos tiempos, a las imágenes desvaídas de pasadas edades de oro, cuando todo parecía funcionar y cierran sus oídos a la evidencia: todo era una estafa y un colosal egoísmo expoliando a las generaciones futuras, trasvasándoles una herencia envenenada. Se emocionan con las viejas visiones. Cuando se les avisa del fracaso y se les anima a recuperar la libertad y a asumir la vida como aventura, se atrincheran tras la reclamación, sin recortes, de los intereses creados, defienden el altruismo de burócratas y políticos o difunden un histérico apocalipsis, de modo que sin el Estado, sin Leviatán, no habrá sanidad, ni educación y la vejez será insegura y tortuosa. Los pobres se morirán de hambre por los calles; que es lo que pasara si no se abandona con urgencia la adoración al Estado. Aman tanto los pobres que los han creado –siempre y ahora más que nunca- por millones. No están dispuestos a cuestionar sus absurdos dogmas e incluso, cuando retoman fuerzas, insisten, contra toda evidencia, en que el Estado de bienestar se sostendrá, confundiendo los deseos con la realidad, más allá de lo racional.
Esta religión fallida, esta manifiesta superstición ha empezado a cobrarse víctimas pues, como ídolo sanguinario, Leviatán no tiene límites en su reclamación de sacrificios. También está generando legiones de huérfanos, en desnortado viaje iniciático hacia ninguna parte, que deambulan por las calles y acampan en las plazas; jóvenes zombies, envejecidos por los vicios consentidos y subvencionados, que exhiben su inmundicia y braman con emotividad incontenida resentimientos y odios, al tiempo que repiten los mantras desgastados del culto a un Leviatán arrumbado, confundiendo, en su degeneración, las opiniones con la verdad y el servilismo con la indignación.
Pobres adoradores del Estado atrapados en sus alucinaciones, incapaces de liberarse de sus quimeras y de rebelarse contra la fatalidad del cataclismo. Ya dijo Hölderlin que “lo que ha convertido al Estado en el infierno ha sido la pretensión de los hombres de convertirlo en el paraíso”. A pesar de los fracasos acumulados, de las tragedias provocadas por Leviatán, las gentes gregarias, los pigmeos de espíritu, que se encaminan decididos al abismo, se han hecho adictos a la anestesia estatal. Gratuita, por supuesto. Hora es de sacudirse la modorra y despertar.