Pero este texto sí se mereció el premio que consiguió por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Es una de las pocas novelas objetivas sobre la Guerra Civil Española y una novela difícil, porque el personaje protagonista fue un caso casi único y paradigmático de cómo se debe uno comportar ante una situación de una complejidad y dificultad enorme. Su ejemplo hubiese tenido que inspirar a otros, pero lamentablemente no fue así, ni sigue siendo.
Calificada últimamente por algunos autores como la mejor novela que se ha escrito sobre nuestra guerra fraticida, aún no estando de acuerdo, hay que reconocer sus numerosos logros y lo buena que es. Lo digo ahora que la televisión pública nos castiga con un bodrio infumable sobre la guerra civil titulado Plaza de España, que no sé cómo no se les cae la cara de vergüenza a responsables y actores por participar en un bodrio de semejante magnitud que trata al conflicto como si sus protagonistas fuesen unos dementes sin el más mínimo ápice de inteligencia, lo mismo que a los televidentes que no sé cómo no se indignan, y esta vez con razón, ante tal nefando producto de la televisión pública socialista.
Antonio Escobar Huertas fue un coronel de la guardia civil al que sus principios le impidieron sumarse al alzamiento nacional. Fue una persona de hondas creencias religiosas y de orden. Luchó en el bando republicano hasta el final y teniendo la oportunidad de huir al extranjero en varias ocasiones, sobre todo la que le dio el general Yagüe cuando rindió el ejército de Extremadura, no lo hizo por mantener sus convicciones, al igual que lo hizo el líder socialista Julián Besteiro, lo que le costó ser fusilado en un acto que el dictador debió pensar mejor y reconocer el proceder de tan singular militar.
Durante los primeros momentos del alzamiento mantuvo su juramento al poder legalmente constituido y sofocó en Barcelona a los levantados, en una valerosa actuación en el hotel Colón de la capital catalana. Desde el primer momento se mostró dispuesto a colaborar con Companys, Presidente de la Generalitat catalana, aunque no compartía sus principios ideológicos.
Persona de profundas convicciones, como ya he señalado, mantuvo siempre que había que mantener un cierto orden en la milicia y se mostró en contra del proceder de las milicias anarquistas que siempre se mostraron desleales con el gobierno e impusieron un bandolerismo que abusó del asesinato y la represión, controlaron las fronteras y sus principios ideológicos no les impidió un régimen de terror del que se beneficiaban económicamente al vender visados y pases para que pudiesen huir numerosas personas al extranjero.
Estuvo destinado en Madrid en noviembre del 36, donde se hizo muy amigo del general Rojo, por aquel tiempo teniente coronel y mandó una columna cerca de la Casa de Campo que contuvo el avance franquista sobre la capital. El pasaje donde relata cómo se iba al frente, en el metro, haciendo trasbordo en Opera para llegar a la estación del Norte, es de una humanidad desbordante y de un colorido costumbrista de primera magnitud.
Herido en los primeros lances de la batalla, estuvo en el hospital y al darle de alta volvió a Barcelona para hacerse cargo del orden público de Cataluña. Sofocó en la primavera del 37 a las milicias anarquistas que habían provocado una guerra civil dentro del mismo bando republicano. Víctima de un atentado y repuesto nuevamente, le fue encomendado el mando del Ejército de Extremadura, el cual ordenó y disciplinó, convirtiéndolo en profesional, ya que era famosa su indisciplina. A comienzos del 39 ejecutó una valerosa maniobra que rompió por unos días el frente sur: en un hábil avance en Sierra Trapera llegó a penetrar más de 40 kilómetros en zona nacional. El fallido ataque de la Armada en Málaga ahogó una planificación ideada por Rojo para aliviar el frente de Cataluña.
Amigo de Azaña, sus divergencias ideológicas no le impidieron mantener una relación de amistad. Mantuvo su catolicismo en todo momento y llegó a ordenar celebrar misas diarias para su ejército, a las que asistían numerosos militares y civiles de la zona donde se realizaban. Nunca comulgó con personajes ariscos e irreflexivos como Largo Caballero y Negrín, con el que tuvo algún encontronazo a causa de su predilección por los comunistas, a los que dejó actuar a sus anchas en los múltiples exterminios que realizaron, ya que él siempre se mostró favorable a que se llegase a una paz negociada y no se continuase con una guerra fraticida. Él supo muy bien lo que era eso, pues un hermano suyo y su hijo pequeño militaban en las tropas franquistas.
Escrito el libro en primera persona, gana en cercanía y a la vez en profundidad sobre lo que piensa en cada momento. El autor capta a la perfección la personalidad y el proceder de una persona íntegra que mantuvo su palabra hasta el último momento, en contraposición a todos aquellos que huyeron de forma miserable antes de acabar la guerra, dejando a los militares y a la población civil descabezados. Aunque al final tuvieron razón, ya que Franco, dejando al lado sus creencias católicas, si es que las tuvo, no mostró misericordia ni perdón por unos vencidos que fusiló o humilló en exceso.
Los pasajes de su reclusión en la cárcel del Paseo del Cisne de Madrid y del castillo de Montjuic de Barcelona, donde hace balance de su vida, son de una sensibilidad y una humanidad paradigmática. Si quieren conocer la esencia de nuestra historia deberán leer un libro tan apasionante como éste y olvidarse de las patrañas que nos quiere contar una televisión sectaria y de ínfima calidad.
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