Tal ministro de nuestra santa, católica y apostólica Iglesia, letrado y más versado, como buen religioso que es, en penas que en retóricas, quejábase también de que los jóvenes de hoy son unos pazguatos que de todo se asombran, que de todo se asustan. ¿Por qué, pregunté, imprecan tanto los profesores contra los alumnos, si los mismos profesores son también pella de gentes de blandengue carácter?
Sed fecundos en vuestras opiniones, le dije, es decir, variadlas, encontrad una adecuada al caso, que es que las universidades ya no son tan doctas como la vieja Iglesia, ni los profesores pasan por apóstoles, ni los alumnos aspiran a la latinidad patricia, ni las mozas a la santidad. El sacerdote, suspendido, me escrutó con los ojos, gracias a Dios sólo con ellos, y me dijo que pensaba que los científicos que hoy criamos, sin filosofía, son ciegos de peritas manos, y que los filósofos de antaño eran, a su parecer, agudos aunque mancos observadores. La obvia cita de Kant, embozada de ingenio, hízome recordar que Cervantes fue un genio manco, filósofo hacedor y hacedor de filosofías. Ya los alumnos, me decía, no pueden memorizar; ya nadie en las aulas, seguía diciéndome, tiene una visión alfonsina.
Le cité de memoria, para aderezar su ánimo con el recuerdo del pasado dorado, grabado en su marmórea mollera, unas laureadas líneas extractadas de la `Introducción a la sabiduría´, de nuestro castizo maestro Juan Luis Vives, que dicen: "No dejes reposar la memoria. Que ella se huelga que la trabajes y te sirvas della, y así se mejora y acrecienta". La memoria, argumenté, es "tesoro de contento" de la imaginación que labora cuando la razón haraganea; y la imaginación, añadí, puede pasar por razón si el hombre que la usa tiene talento. Pero no hay que confundir talento con sinvergüencería, ni tolerancia con desdén, ni prontitud con improvisación, ni virtud con fuerza necia. ¿Qué hay que enseñar a los alumnos de este nuestro siglo "insipiens et infacetum"? Catulo, Marcial, Juvenal, el buen vivir, que es más valioso que el saber, pues quien sólo sabe, como el científico, sólo hace, mas no observa.
El sacerdote y yo aderezamos nuestras personalidades filosóficas con un cigarro, y meditamos, como en el Liceo de Aristóteles, sobre los avatares y sobresaltos que los corazones jóvenes tendrán que arrostrar en la vida, vida que exige que sepamos ganarnos el pan o el respeto, cosas que hoy son antípodas. La universidad moderna no enseña a ganar dinero, concluimos, pues se jacta de humanista ante ciertas adúlteras amas de casa; pero tampoco enseña el humanismo, pues se jacta de tecnócrata ante ciertos diplomáticos e intelectualoides de hacienda brava. Tal paradoja hace que el inepto industrioso opte por el humanismo, pues así cubre con miel filosófica su incapacidad; tal paradoja, decíamos, hace que el "lupus" del hombre esquive toda reprimenda moral disfrazándose de fino maltés ayudador y desfacedor de tuertos y miopes, o por mejor decir, de humanistas. ¡Poco importaría no cambiar de gabán en cinco años con tal de poder cambiar de mentalidad todos los días merced a buenos libros! ¡Poco importaría quemar libros si con los tales se echaran a andar máquinas hacedoras de gabanes para todos!
En estas y otras ricas razones nos sorprendió la noche, por lo que el sacerdote se despidió de mí y se alejó dando rauda caminata. En viéndolo difuminarse recordé, porque fui educado bajo los preceptos de Juan Luis Vives, un fragmento de la Égloga II, de Garcilaso, que me venía de perlas para razonar lo dicho por el clérigo: "¿Para qué son magníficas palabras?/ ¿Quién te hizo filósofo elocuente,/ siendo pastor d´ovejas y de cabras?/ ¡Oh cuitado de mí, cuán fácilmente,/ con espedida lengua y rigurosa,/ el sano da consejos al doliente!". Yo, gárrulo profesor de escaso peculio, terminé mi cita humanista en tono becqueriano, y corrido emprendí mi caminata, y comprendí que es menester retornar a la educación antigua, la que nos hacía otearlo todo, atalayar desde el espíritu el realismo, como el Quijote, que no se dejó intimidar ni por su sobrina ni por su ama, y menos por el cura, que le quemó la biblioteca so pretexto de que había en ella libros onerosos para la razón, que sólo es razonable si nos amengua el deseo de ser caballeros andantes, dolidos de la injusticia humana, con el deseo de ser caballeros sosegados, sanos.
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