Ahora bien, sería lógico formular algunos supuestos a propósito de la naturaleza de esta relación, supuestos que no son sino digresión reflexiva respecto a esta relación ineludible por cuanto se establece al margen de cualquier voluntad, funcionando por ello como algo similar a un resorte instintivo inscrito en la Naturaleza (esto es, en las naturalezas, la humana o la otra, presuponiendo -o estableciendo- un código de conducta que les hace, de algún modo, afines).
Y el primer supuesto sería el por qué de esta interacción, viniendo la respuesta -obviamente humana- en razón de la sensación producida por el objeto, por lo observado.
Es así, pues, que la relación pudiera entenderse como la puesta en acción de un resorte motor, el sentimiento, que tiende un puente inexcusable de protagonismo. La sensación sería el móvil, el argumento interior.
No muy alejado de lo anterior estaría la relación de fuerza, de dominio. El hombre, el observador -el caminante que accede a la mañana impelido por un resorte antiguo llamado curiosidad- aplica, como un supuesto más del andar, un gesto, en cierto modo abstracto, de equilibrio de fuerzas, de ‘dominio’; respuesta, si acaso, al instinto de conservación y defensa innatos en cualquier ser vivo. Es ésta una reacción distinta a la anterior, sin embargo no lejana, antes bien unificada con ella, complementaria.
He aquí, como principio general, una percepción englobadora y unitaria: el hombre vive estableciendo relaciones con su entorno, originariamente de carácter sensitivo. Es como el primer paso en el acceder a la calle. Vive en sensaciones -de distinto carácter, ya hemos visto- a través de sus capacidades perceptivas. Es, pues, el acceso al milagro de la realidad exterior, equivalente al accionar un mecanismo de ramificaciones sucesivas a partir de ese primer gesto inicial (ese aforismo chino tan sustancial, de que es el primer paso quien hace-inicia el camino).
La sensación invade nuestros sentidos e instala su reino omnipotente en nuestra voluntad. Es así que:
-hay una percepción primigenia en aquel que accede al milagro de la curiosidad: la percepción íntima de su soledad. Y de un grado de libertad.
Ser en medio de tanta forma, sonido, significación, promesa o muerte. ("¿Cómo puedo estar triste si me espera la gran aventura de la muerte?", ha dicho Borges, parodiando la perennidad móvil de la gran soledad ante un paisaje, aunque inasible, cual es el de la muerte). Ser como una entidad con argumentos propios, con valor y signos propios, que accede de pronto al gran escenario habitado de la realidad.
Soledad un tanto ambigua acaso, por cuanto todo lo que no es él es compañía para sus sentidos, pero una compañía extraña que, resaltando la rareza de su presencia, le traslada el sentir de estar sólo, de ser sólo.
He ahí el hombre que es razón y sentimiento, y es universal:
-la lógica del inconsciente puede por encima de la lógica de la libertad. Y es que el inconsciente son sus sueños, la realidad que ha sido, por la razón que fuere, verdadera, y ahora, en el instante mismo de su aislamiento, viene en su ayuda porque, como tal sueño que ha tenido forma, se ha constituido en su compañía más real, al margen de que las figuras que suscita sean o no benevolentes con quien las ha sentido.
El inconsciente acude, fiel, a la rememoración como un escudo protector del que acaba de presentir su intimidad a expensas del aire y de las cosas y del significado del silencio. El inconsciente es así que procura templar nuestro ánimo con un gesto de proximidad, a pesar de tener –tal vez- las manos heladas, como pueda ser propio de su naturaleza.
Algo, no obstante, en un momento u otro, vendrá a invalidar los dictados o admoniciones del inconsciente, y ello por lo compulsivo de sus órdenes, incluso de sus sugerencias. Y es que se trata de una respuesta perentoria lo que él proporciona, por lo cual tarde o temprano habrá de acudir a pulir el sentimiento obtenido la reflexión prudente, la firmeza del silencio, la preocupación más ordenada y bella de la armonía (El caso es que de ahí podría nacer un vacío, ese vacío insólito que es propiciado por lo perecedero cuando hemos confiado en él de un modo definitivo; de un modo vital).
Lo cierto es que la sensación, que es un nivel exquisito de ser, se turba con el desasosiego que produce el abandono de una convicción que se ha descubierto falsa, liviana y pasajera. Y su campo lo ocupa la sombra fría de la finitud moral, de la desconfianza. Ha llegado, entonces, el momento de la melancolía.
Ahora bien, cabe reparar con detenimiento en este punto para afinar el entendimiento de la soledad. Y es que suele verse la melancolía como destino vacío, como un mal. Se le ve, en general, como el preludio de lo que no ha de ser, pues con anterioridad una sensación frágil y negativa ha desplazado la ilusión en nuestra capacidad de sentir. Más no, no es tal si atendemos a un posible entendimiento distinto de la melancolía, pues en ella es cierto que es fácil entender abatimiento y derrota. Ahora bien, ¿no es verdad que en este poso negativo hemos entrevisto en ocasiones un punto de luz más allá de la noche inmediata que en un primer momento nos concierne? Sí, la melancolía como impulso, como reserva de esperanza. Si no nos atenemos solamente a la apariencia vencida de la melancolía, ¿no podría ver -ver interiormente- que tal estado propicia un estado de equilibrio, de vacío no propio, sino impropio del que ha de resucitarse en un momento u otro? Veamos también la melancolía así: como un acto pasivo de espera; de espera, esta vez, en nuestros propios medios para la obtención de la satisfacción silenciosa, de una variante de la ilusión tardía que ha de hacer buena la esperanza más allá de ese momento en que, no habiendo obtenido respuesta lejos, se halla en uno propio.
Y retorna en ello la sensación más viva, que habrá de iniciar un nuevo ciclo de inconstancias pero no de derrota, sino yendo más allá del obstáculo de la muerte, que no es, según Borges, sino un reto que exige disciplina, la disciplina que reclama la armonía inscrita en el tiempo y que habremos de dejar, como un bien, a nuestra espalda.
¿Por qué no recordar que el hombre lo es a solas, bajo el dominio y las fuerzas de la soledad?
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