Pues bien, en lo que afecta a la pasión de la envidia, con un lenguaje realmente rico y sustancioso, tal como exige, creo, el estudio, se nos dice en un momento dado: “Habrá que esperar a que la igualdad se convierta en condición universal para que el individuo se configure como un indiscutible valor social” Y aclara, al poco, “La disgregación de la estructura social por obra de la extensión del mercado y de la riqueza móvil (…) crean los presupuestos para esa transformación extraordinaria que inaugura la llegada de la edad moderna”.
Un poco más adelante, citando a Montaigne, explica: “Pero al mismo tiempo, precisamente en la medida en la medida en que (se) ha perdido el orden anterior y los puntos de referencia tradicionales, el individuo se presenta frágil y desenraizado, expuesto al desorden del mundo y al vértigo de la libertad, y se siente descentrado” .
Es el momento histórico en que “se empieza a configurar un Yo soberano y débil, en el cual la orgullosa afirmación de sí mismo que le empuja a la conquista del mundo, se conjuga con la percepción de la propia carencia y de su propia falta de raíces que genera miedos e inseguridades” Se instaura, entonces, en su consciente, la necesidad del ‘amor de sí’ que, ha de entenderse, necesariamente tiene un enemigo en cualquier otra voluntad movida por la misma necesidad, lo cual genera una pasión competitiva, el equivalente a una lucha de contrarios. Es, pues, como si la envidia se instalase como referente (más o menos consciente) de comportamiento.
Surge una ‘hybris’ (pasión como desmesura, en griego antiguo) humana en la que se refleja, sostiene Pulcini, el paso a la modernidad. “Afecta tanto a la dimensión del tener como a la del ser (…) inspiradas esencialmente en fines utilitaristas y en deseos narcisistas”.
El caso es que toda esta gestación de consciencia de poder y debilidad a la vez resulta, sin duda, difícil de administrar en una sociedad compleja, con sentido innato de jerarquía. Aflora entonces, digamos, el momento social en que el otro, en cuanto igualmente libre e igual, se convierte en obstáculo para la satisfacción de sus propios deseos y, consecuentemente, en el enemigo al que es necesario dominar para alcanzar los propios fines. En definitiva, el señalado ‘amor de sí’ –y aquí la autora trae a colación, inexcusablemente, el homo homini lupus de Hobbes- provoca ese estado de conflictividad que cierra la posibilidad de una vida pacífica, segura y satisfactoria, hasta el punto de que es preciso encontrar estrategias adecuadas para contenerlo y reprimirlo.
Bien, la cita textual ha devenido larga, pero, bien hilada para el entendimiento, conforma con claridad y precisión, creo, la viva actualidad de esa pasión del ser que, de algún modo, excluye al otro como experiencia de convivencia. La envidia significa ansiar los ‘elementos dominantes’ que el otro posee, por cuanto en la medida que él los tiene me los arrebata. Y ello ha de extenderse a toda connotación en la naturaleza del ser.
Es curioso hasta qué punto, en un modo u otro, parece justificarse siempre, de fondo, la humanísima teoría de Darwin del principio inexcusable de dominancia, de preeminencia, pues, al fin, como en la sabana, el instinto de supervivencia, es muy superior en significación a la racionalidad; el superior se constituye en enemigo potencial del que espera su oportunidad. Es más, en la defensa de su vida puede hacerme perder la mía.
Vivir es triunfar. El triunfo es el dominio. No se envida al otro, sino el poder del otro. Una vez más la realidad atávica como estado natural de dominante y dominado. Una hybris conflictiva.
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