Y, de manera indirecta, puso de relieve una necesidad sólo abordada de manera puntual o simplemente excluida del catálogo de objetivos del escritor: me refiero a la defensa de sus propios intereses, al posicionamiento, como sujetos imprescindibles del proceso editorial (de la “industria”) y como principales afectados por los cambios, algunos radicales, que está generando la expansión del mundo digital, por no aludir a otros desafíos no tan novedosos pero sí de un interés indudable que forman parte del catálogo de reivindicaciones autorales desde hace décadas. En pleno siglo XXI, la realidad del escritor es poco conocida por la sociedad. Incluso es ignorada por los propios lectores, que no suelen detenerse a pensar en las circunstancias en las que se crean los libros que compran o toman prestados en la biblioteca ni en las condiciones “laborales” y vitales de sus creadores.
INDIVIDUALISMO NO ES DESCONOCIMIENTO
La labor del escritor es radicalmente individualista. Basta un lápiz, o un bolígrafo, una libreta (o un ordenador) e imaginación para construir una historia, para escribir un libro de poemas, de cuentos, una novela o un ensayo. El escritor trabaja, en la soledad más completa, en una habitación, casi siempre rodeado de libros, y en su mayoría es identificable con los “escritores de caja de ahorros” a los que se refiriera, de forma no tan peyorativa como parece, Francisco Umbral. Unos se dedican profesionalmente a la literatura en calidad de autónomos o parados con encargos ocasionales y otros, la mayoría, a actividades tan respetables y comunes como las de profesor, empleado de banca, funcionario, administrativo de empresa o periodista. Estos últimos son asalariados y utilizan gran parte de su tiempo libre para escribir y crear mundos, para, al cabo del tiempo, entregar al editor una novela, un libro de relatos o un libro de cuentos. Son muy pocos, por tanto, los que responden al arquetipo que la propia literatura y otras artes (el cine, la televisión, las referencias informativas a las ferias o “días del libro”) han creado y difundido: autores que venden decenas de miles de ejemplares, que realizan “giras” con cargo a la editorial por las ciudades más importantes del país, autores saturados de peticiones de lecturas, de conferencias, de dirección de cursos y otras actividades similares.
Antes al contrario, la batalla en defensa de la compatibilidad pensiones/derechos de autor del último año ha puesto sobre la mesa un mundo que la inmensa mayoría de los ciudadanos desconocía: los limitadísimos ingresos de los autores por ese concepto, la escasa protección social que tienen aquellos que optan (o no tienen otra alternativa) por ser trabajadores autónomos, la inexistencia de mecanismos de control de la venta de sus libros, a expensas casi en exclusiva de la información (algo que no siempre se produce) de la editorial, la indefensión ante contratos de dudosa legalidad, la falta de instrumentos que controlen de modo fehaciente la tirada, el escaso o nulo conocimiento sobre el préstamo bibliotecario de sus libros y la creciente tendencia de las más diversas publicaciones periódicas a sustituir remuneración dineraria por “privilegio por publicar” en sus páginas o en su espacio digital.
Indefensión, desinformación o precariedad que a veces se traducen en una vejez de pura supervivencia, en insuficiencia económica para acceder a servicios imprescindibles que no cubre o sólo de manera parcial la Seguridad Social, en dependencia vergonzante de la familia mientras el Estado se desentiende de sus necesidades y olvida su aportación, durante décadas, a la cultura del país (cuando no procede a reducirle la pensión hasta el límite de la miseria por haber tenido la “fortuna” de percibir derechos de autor o retribuciones por actividades literarias que superen el SMI).
SOLIDARIDAD CON TODO SALVO CON LO PROPIO
Paradójicamente, son muchos los escritores que se comprometen con causas justas, que se implican en luchas sociales imprescindibles (por la educación, por la sanidad, por el medio ambiente, por las causas antibelicistas y por un mundo más equilibrado y justo) y que tienen siempre su firma a disposición del primer manifiesto que se les ofrece. Son muchos los que defienden valores como la solidaridad, el papel imprescindible de lo público, la necesaria actuación de colectivos como los sindicatos y los partidos políticos progresistas. No son pocos los que muestran en sus libros una mirada crítica hacia la sociedad, se reclaman de una literatura del compromiso. Y tampoco son pocos los que acuden, de manera gratuita, a centros educativos, a entidades sin ánimo de lucro, a asociaciones de todo orden a aportar el fruto de su labor, a difundir la literatura propia y ajena contribuyendo así al desarrollo de un intangible enormemente valioso: la sensibilidad cultural del país.
Sin embargo, esa preocupación deja de ser tal cuando se trata de afrontar las grandes carencias y necesidades que marcan su vida cotidiana como escritores. La indiferencia distante, el escepticismo o la ignorancia derivada de la intensa dedicación a una labor creativa lo más parecida al solipsisimo, suelen ser la norma. De algún modo el autor opta por resolver por sí mismo sus problemas, porque una entidad de gestión de derechos vele por las reproducciones, en papel o digitales, de sus obras y poco más. La actitud mayoritaria es lo más parecida al “sálvese quien pueda” a que invita el más radical liberalismo.
La experiencia en otros países, especialmente en los que tenemos más cerca en el seno de la Unión Europea, nos dice que sin organización no hay avances en el logro de derechos que parecen elementales, que no es posible que su opinión se tenga en cuenta en los cambios legislativos sin que los autores evidencien un peso colectivo, cuenten con instrumentos profesionales eficaces. Si ello es así en lo que se refiere a sus derechos y a la protección social, no lo es menos si contemplamos el fenómeno de la piratería, extendido en la red bajo el marchamo de la “cultura libre y gratuita” en clara contradicción con la legislación sobre la propiedad intelectual y con el principio de la justa remuneración del trabajo artístico y literario. La Unión Europea aprueba directrices, dictamina normas en defensa de los derechos de autor y de la propiedad intelectual, del préstamo bibliotecario y sobre la copia privada, y la responsabilidad de su aplicación en nuestro país queda en manos de la Administración o del poder legislativo mientras que los autores viven en su torre de cristal o miran con escepticismo la posibilidad de organizarse, de adherirse a las entidades profesionales que han de dar la batalla, seguir muy de cerca y participar con sugerencias e iniciativas de diversa índole en los necesarios cambios legislativos. Entre ellos, una vieja idea que debería recuperarse: el establecimiento de un gravamen o canon por los libros en dominio público que se venden (sea en formato papel o en formato digital) para crear un fondo de solidaridad del que se beneficie el colectivo autoral, especialmente el de los jubilados con ingresos precarios o de subsistencia ya que la realidad, hoy, es que sólo rentabilizan la obra editores, libreros y distribuidores. El autor, como casi siempre, es el gran ignorado aunque sea el principal artífice.
SER PARTE DE UN COLECTIVO: ASOCIARSE
Hoy son muchos los retos que, más allá de la labor radicalmente individual que desarrollamos como escritores, están demandando nuestra intervención colectiva. En los últimos dos años, nuestra presencia organizada ha crecido. Pero aún es insuficiente. Sabemos de autores que han tenido que afrontar en solitario gravísimas e injustas sanciones (que han llegado a la pérdida de la pensión) mientras se aplicaban amnistías fiscales a reconocidos especuladores o a responsables políticos o empresariales del máximo nivel. Organizarse, potenciar las asociaciones profesionales, afrontar con valentía retos como los que plantea la redacción del Estatuto del autor y del artista, hoy en una subcomisión del Congreso de los Diputados, y exigir el fin de las sanciones con carácter retroactivo son empeños a los que no cabe dar la espalda.
El mundo cambia. La globalización avanza y los escritores, protagonistas esenciales de gran parte de los contenidos culturales que se ofrecen a través de la red (y que alimentan la mayor parte de las publicaciones digitales), sujetos esenciales de la legislación sobre la propiedad intelectual, somos el gran cero a la izquierda. Hace dos años, la Asociación Colegial de Escritores (ACE) renovó su dirección. Y afrontó un radical cambio de orientación. Optó por abandonar su ostracismo y situarse en la modernidad, afrontar el siglo XXI con todas las consecuencias y dirigirse a las nuevas generaciones de autores, a aquellos nacidos en los años ochenta y noventa del pasado siglo, para que asuman el protagonismo que merecen y precisan. Cuando, por iniciativa de Ángel María de Lera y un grupo de escritores progresistas, se fundó, en 1977, la democracia en España estaba por construir. Hoy, con la democracia más que consolidada, los escritores tienen un catálogo casi interminable de desafíos. La era digital está llena de oportunidades, de nuevos caminos y de formas innovadoras de difusión de la creación literaria. Si en su diseño y desarrollo no participan, defendiendo sus intereses, los escritores, los traductores, los autores de teatro y los creadores literarios en general, estaremos asistiendo a la construcción de una realidad en la que el beneficio económico generado por su labor será gestionado y decidido sin su participación. Asociarse, organizarse, participar. Es la necesidad del presente y, más aún, del futuro.
MANUEL RICO. Escritor y crítico literario. Desde mayo de 2015, presidente de ACE.