Para ello, otorga prioridad a lo que viene aconteciendo en su país, Francia, víctima de frecuentes atentados en los últimos tiempos y donde también se observa una preocupante radicalización que afecta a numerosos sectores sociales. Al respecto, “el salafismo consigue pescar en internet a los jóvenes un poco perdidos en busca de absoluto. Les ofrece, (…), el calor de un grupo de iguales que rompe el aislamiento, previo a la exaltación de un ideal destinado a …gracias al compromiso con la yihad para vencer al mal y establecer el reinado del bien” (p.182).
Kepel explica las tres fases históricas por las que a su juicio ha transitado la yihad, señalando diferencias y semejanzas entre ellas. Al respecto, el lector observará cómo el carácter mediático (debido a su letalidad) del que disfrutaba Al-Qaeda ha cedido su lugar al DAESH, cuyos métodos de reclutamiento explica el autor con precisión así como la repercusión principal derivada de los mismos: la movilización. Este último fenómeno, la organización de Bin Laden fue incapaz de lograrlo ya que, si bien Al Qaeda cometía atentados espectaculares como el 11-S, no fue capaz de lograr triunfos en escenarios como Balcanes, Egipto o Argelia durante la década de los noventa del pasado siglo.
Para obtener dicha movilización, la propaganda emitida por el DAESH emplea de forma oportunista un discurso victimista en el cual, supuestas agresiones al Islam por parte de las sociedades occidentales, se elevan a la categoría de ofensas que exigen ser vengadas de inmediato (por ejemplo, la prohibición del uso del niqab en lugares públicos). Los atentados contra la revista Charlie Hebdó constituyen un buen ejemplo de esta afirmación, aunque no el único.
Asimismo, la difusión de ese discurso victimisma se ve facilitada por el manejo de las nuevas tecnologías y de las redes sociales: “esta forma propagandística de radicalización facilitada por la posibilidad de compartir imágenes y contenidos en el universo virtual no fue percibida a su debido tiempo por los servicios de inteligencia occidentales. Estos permanecieron centrados en la vigilancia de los activistas vinculados a Al Qaeda en las mezquitas” (p.69). En Francia se mantuvo esta forma de operar hasta 2012 cuando atentó Mohamed Merah dotado de una cámara GoPro.
El punto de partida de esta suerte de viraje en el modus operandi liberticida lo sitúa Kepel en 2005 con la publicación de Llamamiento a la resistencia islámica global, por parte del yihadista nacionalizado español Suri. Éste proponía como estrategia: “la guerra civil en Europa, apoyada en los jóvenes musulmanes inmigrados mal integrados y en rebelión, tras adoctrinarlos convenientemente y formarlos militarmente en un campo de batalla de proximidad” (p. 68). Junto a ello, el autor se detiene a la hora de desentrañar los perfiles de quienes cometieron los atentados en Francia, recalcando que el proceso de radicalización se produjo en las cárceles y el adiestramiento en los viajes realizados a Siria o Irak. En este sentido, Francia es el Estado de la Unión Europea que más combatientes ha aportado al DAESH.
Las autoridades políticas del país galo habían pensado que, al contrario que España o Reino Unido, Francia era inmune a los ataques terroristas, de ahí que cuando se empezaron a producir aquéllos, en particular a partir de 2012, los servicios de seguridad resultaran cuestionados. En opinión de Kepel: “podemos formular la hipótesis de que el nuevo modelo de terrorismo islamista no ha sido asimilado por los servicios de seguridad, que vivían del balance halagüeño de dieciséis años sin atentados, fruto de una gran eficacia en la lucha contra la segunda oleada de yihadismo, la de Al Qaeda” (p. 141).
En definitiva, el país vecino encara un problema importante dentro de sus fronteras. Un problema que su clase política hasta la fecha no ha sabido resolver y que lo ha empleado en ocasiones para obtener réditos electorales, bien mediante el desarrollo de discursos buenistas, bien mediante la defensa de políticas claramente xenófobas.
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