Si el poeta usa un lenguaje acomodado a su paisaje entonces bienvenido sea: es de fiar. Escuchémosle, pues: “Subo hacia los pinos clavados/ en el benévolo corazón de estas montañas” (¿es que acaso, me digo, hay algún corazón de montaña que no sea benévolo? Sobre todo a sabiendas de que, en efecto, ‘se es de un paisaje) Y continúa: “asciendo hacia mis tierras secretas/ a tenor del sol o la ventisca,/ cobijado,/ resguardado por tantos afanes/ y ensueños que imprimen coraje/ a mi calculada empresa para discernir/ el objeto de mi presencia en estos pagos,/ o en cualesquiera otras heredades/ a las que pueda aferrarme,/ asilándome en el poético beneficio/ (¡qué imagen tan clara, sustantiva y precisa) de establecer preguntas/ (y he aquí algo de lo más importante) de veladas respuestas” Extraordinario, pura verdad ontológica, pues se dirá el buen lector, el entendedor de sí y su paisaje: ‘¿es que acaso existe una respuesta que sea definitiva para el corazón, para el entendimiento?
Sí, este poeta de palabras llanas es de fiar por cuanto su paso se acomoda al paso del camino, de los días, por eso apunta como un buen guía en el camino escabroso del vivir cotidiano. A mí me recuerda, a su modo, aquellas palabras tan bien diseñadas del sobrio poeta norteño que escribió un día (¿tal vez hablando de su interna voluntad?): “A pié desnudo en el arroyo claro, fuente serena de la libertad”
Invitación, pues, a la naturaleza como un bien nutriente, como un paisaje idóneo por ser el propio; hacia la verdad pasajera de los arroyos. Y lo dice el mismo que, cosas del tiempo, un día hubo de “memorizar/ los sacroabsurdos principios/ del Movimiento Nacional” Pero aún así aprendió a discernir, a no dejarse llevar. Es, pues, un poeta de discurso sincero en quien el lector puede confiar, un persuasivo compañero de viaje.
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