Sin embargo, fuera de los límites de ese universo propio del autor, en demasiadas ocasiones, se comete el error de querer ver los rasgos del artista más allá del hecho creador en sí mismo. A esa locura que no admite explicaciones es a la que se enfrenta un inconmensurable Óscar Martínez, tanto en sus irrenunciables posiciones bizantinas entorno a la literatura y su obra, como en sus debilidades más de andar por casa, lo que de una forma irresoluble e inesperada le lleva a estar atrapado en la frontera que divide la realidad de los sueños, porque qué difícil es hacerle entender a los demás, que la minúscula línea de transita entre la realidad propia —la del autor—, y la de la ficción, no es algo sobre lo que haya que discutir una y otra vez, pues la obra y la literatura son otra cosa, quizá, la contemplación de un amanecer tras otro sin otro mérito que el de atesorar ese sentimiento que nos produce poder seguir viviendo. Una vida, que en el caso del protagonista de El ciudadano ilustre, se vuelve pesadilla, pues la imaginación ajena también es cruel con la realidad propia. Aquí, el reflejo de una vida en apariencia exitosa, se retuerce con la tiranía del paso del tiempo que, una y otra vez, se muestra impasible respecto de aquello que nunca llegamos a admitir. En este sentido, la visión que los demás perciben del éxito es tan desastrosa y errónea que aquel que la sufre nunca llegará a entender que, al menos en la literatura, está fomentada en largas horas de aislamiento y en ese desajuste que el escritor manifiesta respecto del mundo que le ha tocado vivir. De ahí, proceden las obsesiones creativas y los fuertes caracteres de muchos escritores que pasan su vida en busca de la obra perfecta. De esa perfección no hallada, también habla esta sarcástica película argentina que lleva camino de convertirse en el hallazgo fílmico del año allende de sus fronteras, por el número de premios que va acumulando.
El ciudadano ilustre de los directores argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat es una visión ácida sobre el ser humano y los límites que éste tiene a la hora de aceptar la realidad y su propia vida, pues los ciudadanos de Salta —un pueblo perdido a 700 kilómetros al sur de Buenos Aires— son un magnífico ejemplo de las múltiples interpretaciones y reinterpretaciones que admite la realidad. Una realidad adversa que no entiende de éxitos ajenos y de posiciones contrarias a las suyas. Así, del humor caustico inicial de su protagonista —atentos a la solemnidad con la que renuncia a todo tipo de actos y agasajos—, el Premio Nobel de Literatura, Daniel Mantovani, interpretado por un Óscar Martínez que, sin duda, es una gran elección, pues él solo mantiene el pulso narrativo y fílmico de toda la película con una solvencia extraordinaria, pasamos a esa visión sarcástica del hijo pródigo que regresa a su pueblo —magnífica la secuencia en la que Mantovani le narra un cuento al conductor que le va a recoger al aeropuerto—, hasta llegar a una progresiva oscuridad que deviene en tintes de cien negro, tan negro como las nulas capacidades de la reinterpretación de una realidad que los propios salteños no quieren admitir, pues en ocasiones, también, la frontera que divide el amor y el odio es demasiado fina como para no andarla violando de una forma constante.
El ciudadano ilustre es una película ágil, sarcástica, impulsiva, excesiva a veces en las reacciones un tanto pueblerinas de los salteños, pero también es una película que nos proporciona buenos momentos de humor, de contemplación de las verdades y mentiras entorno al hecho creativo y literario, pero también, es una película que se presta a ese juego en el que podemos caer atrapados en la frontera que divide la realidad de los sueños.