Vivimos tiempos de cambio que invitan a romper con viejos moldes, dejar atrás rancias costumbres y emprender iniciativas atrevidas. Ya nada parece tener entidad para sorprendernos. Tanto es así que no me extrañaría leer en la prensa que el escritor Haruki Murakami era designado candidato a los premios Grammy como reconocimiento a que, en la década de los setenta, regentó un local de jazz —Peter Cat— al norte de Tokio, y a que gran parte de su producción literaria está plagada de temáticas musicales (incluso tiene un libro con el título de una canción de los Beatles: Tokio Blue-Norwegian Wood), tanto de rock, jazz como de música clásica. Muchos recordarán el ambiente sonoro que flota en la orwelliana novela 1Q84sustentado, sobre todo, en la Sinfonietta de Janácêk y la música de Bach.
Dando un paso hacia el absurdo, puede que tampoco me sorprendiera leer que José Luis Perales era candidato a los Premios Cervantes de Literatura («¿Y cómo es él? /¿En qué lugar se enamoró de ti?/¿De dónde es?/¿A qué dedica el tiempo libre?») por la contribución de sus canciones a difundir la poesía popular y hacerlo de un modo fácil y asimilable. Eso sí que sería modernidad, valentía y un desafío a quienes se aferran a la ortodoxia.
Viene estas reflexiones a colación de la extravagancia que para algunos supone —y yo me incluyo— la concesión del Nobel de Literatura al cantautor estadounidense Bob Dylan, posiblemente una afrenta a la relevancia social de la literatura, sobre todo ahora que leer es un hábito tan infrecuente.
Han trascendido a la opinión pública muchas críticas a la concesión de este galardón por miedo a que la literatura deje de ser patrimonio de los verdaderos literatos, sin embargo, son muchos también —incluso escritores como Salman Rushdie o Stephen King— quienes han aplaudido esta iniciativa.
Al parecer, lo moderno es mostrarse a favor de la decisión de la Academia Sueca, en base a argumentos tan disparatados como afirmar que antes de Bob Dylan no existía una poesía del siglo XX lo suficientemente innovadora para erigirse como relevo de las ortodoxas métricas de Bécquer, Machado o Lorca. Craso error, en parte comprensible por las simpatías y pasiones que en todo el mundo despierta Robert Zimmerman (verdadero nombre del cantantautor de Minnesota) de quien, por cierto, me declaro admirador desde hace medio siglo, sin que tal circunstancia me impida reconocer que hay ciertos límites que nunca se deberían rebasar, al menos no en beneficio de la coherencia.
En el año 2000, Bob Dylan ganó el Premio de Música Polar de la Real Academia Sueca de Música. En 2007 fue premiado con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. En 2008 recibió un reconocimiento honorario del Premio Pulitzer. Y nadie habrá escuchado ni leído crítica alguna por mi parte, sino más bien elogios ante tales reconocimientos.
Aunque Dylan sea un buen poeta más que un letrista convencional, es un despropósito que esto haya bastado para concederle el Nobel de literatura, aun más cuando se han quedado en la cuneta dos novelistas como Philip Roth y Haruki Murakami, literatos auténticos a los que admiro y cuya obra he leído casi completa.
Insisto en que gusta Dylan y tengo gran parte de su discografía, pero aunque las letras de sus canciones sean muy buenas, esto no le acredita para compartir el Olimpo literario con escritores como Thomas Mann, William Faulkner, Ernest Hemingway, Pablo Neruda o José Saramago entre muchos otros.
Tal vez sería más sensato crear un Premio Nobel de Música (si los estatutos del testamento de Alfred Nobel lo hicieran posible) destinado sólo a compositores, cantantes, instrumentistas o directores orquestales, que no concederle un Nobel de Literatura a un cantante con sólo dos libros publicados (una recopilación de prosa poética de la década de los sesenta y una autobiografía). A título personal me parece algo tan absurdo como que a Juan Luis Guerra le otorgaran un Nobel de Bioquímica por su contribución al estudio molecular de la bilirrubina y la influencia de los estímulos afectivos en el aumento de la tasa en sangre de este pigmento.