Sea como fuere, Ugo Cornia en su largo monólogo titulado Roma, es capaz de crear espacios, mundos y submundos que, desde la sencillez, reivindican esa otra de hacernos llegar a los grandes temas de siempre, pero de una forma natural, sin grandes palabras, pero aposentando sus argumentos en sentencias incontestables, pues no en vano él es licenciado en Filosofía. Si el gran tema de Roma es el trabajo, y la estrecha vinculación que en la sociedad occidental actual se hace del mismo respecto del desarrollo personal y ético del individuo, no es menos cierto que, alrededor de él, hay otras ramas o subtemas que salen de ese tronco inicial, y así, la importancia del universo propio, la accidentalidad del amor o la necesidad de ser uno mismo, se entrelazan en cada una de las corrientes que el autor nos propone a lo largo del texto. Es verdad, como nos hace notar Ugo Cornia, que el hombre como tal es muy pequeño en comparación con el mundo, pero no es menos cierto también, que el individuo llega a crear mundos paralelos al real que pueden ser tan extensos como uno o su imaginación sea capaz de imaginar. Esa es la fuerza literaria del estilo narrativo del escritor italiano, pues apenas sin un argumento definido ni una trama llena de efectos especiales, es capaz, sin embargo, de crear y recrearse en el vacío que crea espacio, como si de un ingeniero o arquitecto se tratase, pues igual que ellos, el escritor inventa lugares, da luz a ideas ideas o levanta construcciones que antes no existían. Esa cualidad creativa, le lleva a situaciones incluso cómicas, a las que el protagonista de esta historia intimista, siempre responde con gran vitalismo. Si no quiere trabajar no trabaja, si quiere fumar fuma a pesar de que le acarree perder el empleo, si no quiere que ninguna de sus novias le acorralen las deja…, en una clara manifestación que va más allá de la típica rebeldía, y que busca refugio en la necesidad de libertad intrínseca al ser humano, más si cabe, cuando se reflexiona acerca de lo qué es la vida de una forma nada irreverente, pero sí muy decidida a no dejarse comer el terreno por los demás.
Ugo Cornia, en Roma, consigue que nos identifiquemos enseguida con este anti-héroe sin nombre que, bajo ese manto que nos cubre día a día y nos condena al anonimato universal, es capaz de crear un mundo, el suyo, tan defectuoso como el de los demás, pero al fin y al cabo suyo, y lo hace, con una impecable manifestación de la reivindicación de la dignidad de aquel que no quiere cambiar el mundo, pero que tampoco acepta que nadie le venga a cambiar el suyo propio, pues ese es el espacio que nadie, todavía, le ha usurpado. Quizá, no quepa mayor acto de rebeldía que éste, tanto o más, como creer que en el vacío que crea espacio.
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