«Soy lenta como el mundo. Soy muy paciente,/ girando a mi ritmo, los soles y las estrellas/ me observan con atención». Así comienza este vibrante poema a tres voces que busca serlo todo: el pasado, el presente y el futuro; lo que no ha sido, lo que es, y lo que podría ser, en la perenne búsqueda del alma humana. En este caso femenina, a través de la figura de la madre y el hijo, del deseo y la concreción, de la posibilidad y el encuentro. Sin embargo, la naturaleza no es única, como única tampoco es la melodía de los sueños, de ahí que entre las múltiples opciones que nos da la vida, en demasiadas ocasiones sea tan difícil escoger una única vía, una única voz por la que decantarse a la hora de dar salida a todas y cada una de nuestras obsesiones. Sylvia Plath, en este poema, se recrea en la necesidad de responderse a sí misma, aunque sea bajo la certeza de que nunca va a hallar la palabra correcta, el verso preciso o el poema perfecto. En estas inexactitudes desmenuza esa interioridad del ser humano que ella rebuscó en la poesía confesional como si esa fuera la única respuesta a esa incomprensión que siempre fue pegada a su alma. La extrañeza ante el mundo y los hombres, se plasma, por ejemplo, en esa segunda voz de una madre que no puede serlo en versos somo éstos: «Cuando vi por primera ver la pequeña hemorragia roja,/ no podía creerlo./ Miré a lo hombres andar a mi alrededor en la oficina./ ¡Eran tan pasivos!». Esa multiplicad de líneas que recorre a lo largo del horizonte, dejan a la poeta, en demasiadas ocasiones, sin el aliento suficiente para pensar que, quizá, otra vía era posible.
Hay búsqueda en muchos de estos poemas, y también esperanza, pero, sin duda, persisten en casi todos ellos, esa última sensación de ahogo que no se conforma con la plenitud de la maternidad. Ahí, donde residen una parte de los anhelos en muchas mujeres, en Sylvia Plath, sin embargo, se transforma en una especie de molino de agua que necesita de la renovación a cada instante para seguir en movimiento; un movimiento cuya esencia no es el líquido elemento, sino la percepción de que no está sola, pues por muy acompañada que estés a lo largo de tu vida, esa puede ser la mayor manifestación de la soledad del ser humano, y que la poeta, en esta ocasión, transpone a través de su poemas; poemas que buscan la compañía de la oralidad, para que ese eco, llegue más allá de las hojas de un papel y se transforme en un vehículo necesario y transgresor que sea capaz, por sí solo, de anidar en nuestro subconsciente. Dicen que tras su emisión en la BBC, en el mes de agosto de 1962, ella cambió la dirección en cuanto a la forma de afrontar su poesía, y quizá, después de leer y releer este poliédrico poema, no nos quepa la menor duda de que su inmensidad dio pie a ese cambio: «Soy acusada. Sueño masacres./ Soy un jardín de agonía rojas y negras. Las bebo,/ odiándome a mí misma, odiándome y temiéndome. Y ahora/ el mundo concibe su final y corre hacia él, con los brazos/ abiertos y llenos de amor.» Melodías de la desesperanza que surcan nuestro pensamiento como si fuesen las cuerdas de un violín que precisan de ese llanto para no romperse y, con ello, dejar de existir. En esa pertinaz búsqueda de la propia identidad que, por fin, nos proporcione un poco de felicidad, hay un último canto a la esperanza o a la similitud de ese mundo perfecto, y sin embargo, rodeado de aristas que en algún momento nos han hecho daño o desangrado sin la posibilidad de pararlo. Sangre roja, sangre menstrual; sangre de vida y sangre de muerte que definen lo que es, lo que puede ser y lo que se decide en contra: «Las calles pueden volverse súbitamente de papel,/ pero yo me recupero/ de la larga caída, me encuentro en la cama,/ a salvo en el colchón, manos entrelazadas, como para/ otra caída.
Vuelvo a encontrarme. No soy sombra/ aunque una sombra nace de mis pies. Soy una esposa./ La ciudad espera y se duele. La hierba/ cruje a través de la piedra, y está verde de vida».
Sin embargo, la multiplicidad de voces de Sylvia Plath no bien sola, pues la cuidada edición —una vez más— de Nórdica, nos hace disfrutar de sus poemas de otra forma: a través de las ilustraciones de Anuska Allepuz, que desempeñan a la perfección esa visualización del estado de ánimo que recorre el alma de la poeta estadounidense. Lunas rojas, mujeres solas, árboles sin flores y sin colores, o flores y sus extractos de color rojo, que se asemejan a esas gotas de sangre que se derraman sin la posibilidad de fecundar, forman parte ya, de una manera indeleble, de este largo, intenso, premonitorio y punzante poema, que por sí solo, nos lleva más allá del poder de los hombres, para situarnos en ese espacio tan poderoso como infinito en el que se reproducen nuestras más íntimas obsesiones.
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