El hombre, para no sucumbir ante el voraz azar, debe ser leal o a sí mismo o a otros, o al menos a una idea que no dependa de circunstancia alguna. La lealtad es una idea que el tiempo, rico en accidentes, llena de significados. Los múltiples modos de interpretar las palabras que usamos para comunicarnos matizan nuestro lenguaje, tanto, que a veces poetiza y prosifica. Poetiza para captar lo alto, sentimientos categóricos, es decir, fundamentales, ocultos, y prosifica para signar lo más bajo, las cosas, que son murallas que esconden utopías.
La poca lectura de las últimas décadas ha causado que las masas ya no puedan apreciar lo real ni imaginar lo ideal. La crítica intelectual, que impide que lo grosero del mundo se instale en los nobles afanes y que la sensiblería política sea óbice de la acción, parece que ha sido olvidada.
Vemos en las calles dos tipos de personas: el tipo radical, extremoso, audaz, y el indiferente, entontecido. El primero es esclavo de las ideas, que sin la razón son fantasmas, y el segundo de los objetos, que sin imaginación son rocas, tropiezos. Los idealistas rechazan, paradójicamente, toda idea que no encaje con suavidad en su cabeza, y los objetivistas, o mejor dicho, reificadores, sólo pretenden proteger la idea de “propiedad”. Falta a ambos eso a lo que los griegos llamaron “logistikón”, el elemento racional. Hemos dicho “elemento”, que significa punto de partida. Lealtad, aquí, es racional punto de partida, mas no sitio para refugiarnos e ignorar el mundo.
Sócrates, gracias a la pluma de Platón, nos heredó las palabras que transcribo: “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”. Vivir sin criticarnos es vivir siendo leales a nuestros ídolos, que sin el pan y el vino que son las frescas experiencias se vuelven monstruos. Tales adefesios, con los que mucho dialogamos, crean una dialéctica destructiva, monólogo que parece diálogo. Quien no dialoga ni piensa en otra cosa que en sus ideas se transforma en rey de su lenguaje, según bella imagen de Wittgenstein. Imposible salir de nosotros a través de nosotros.
Los otros, y me disculparán los discípulos de Sartre, no son el infierno, sino salidas para huir de nuestras pesadillas, hechas de miedo a la muerte y de maldad. Es malo quien al entronizar sus gustos se entroniza en la espelunca de su yo, que no es una estructura psíquica, sino metafísica, esto es, que existe porque otros la pueden interpretar, es decir, oír, según Zubiri. El sentido auditivo es el de la fe, y la fe es creer en lo que se conoce mediante la voz.
El habla, el sonido que fabrica el ser humano, debería ser otra vez pilar de nuestra lealtad. No poetizar, no hablar con música, creando “mundos nuevos”, es aligerar la semántica, el ser ajeno, “realitas fundamentalis”, ojos luminosos y voces que nos guían en la tenebrosa “noche del cuerpo”, citando palabras de un poema de Octavio Paz.
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