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SAN PABLO Y LA MUJER CALVA

SAN PABLO Y LA MUJER CALVA

domingo 05 de agosto de 2018, 01:00h

Cuando las puertas de la iglesia se cerraron tras la inauguración del último proyecto, y el edificio quedó a oscuras, libre de fotógrafos, sin grabadoras ni copas de champán del país vecino, apagado el eco de las risas y los comentarios, llegó el turno de los residentes seculares. La permisividad de los gestores de la iglesia, marca de la casa, había llegado demasiado lejos. ¿Qué clase de aberración era ésa? ¿Cómo se podía llamar ARTE a una colección de fotografías de mujeres, todas calvas, todas “envalentonadas”, como tradujeron del inglés los más versados? ¿No había otro lugar en todo Gante donde exhibir ese despropósito?

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La peor parte se la llevó el bueno de San Pablo. Justo enfrente, día y noche, le observaba directamente una de esas mujeres que, además de calva, decoraba su cráneo con un extraño dibujo. Por si fuera poco, la mujer le sonreía. ¡Le sonreía de una manera lasciva! ¡Provocadora! ¡Vade retro, Satán!

El calvario, por suerte para el bueno de San Pablo, estaba a punto de terminar. Las atrevidas invasoras se retirarían al día siguiente. A otros les tocaría aguantarlas y volvería la tranquilidad a la piedra, el mármol, el alabastro, la madera tallada del púlpito y las telas de los lienzos.

Con lo que no contaba el bueno de San Pablo, aferrado a su espada dorada para que el visitante culto lo distinguiera de su compañero de fatigas, el anciano Pedro (que lo seguía a todas partes, ahí, al lado, con su enorme llave, dorada también, resquebrajada casi por el centro, a punto de hacerse añicos), anclado al pedestal que lo había mantenido a salvo de los terremotos de la Historia, incluidas dos Guerras Mundiales, era que a la osadía aún le quedaba por quemar un último y descarado cartucho. La noche previa al desmantelamiento de la exposición, una mano cálida se posó en el alabastro. La materia se hizo carne. ¿Qué conjuro demoníaco se había obrado? La mujer calva, con extremo cuidado, le quitó la espada y la colocó en el suelo. Luego, ayudó al anciano a bajarse del pedestal que lo había mantenido a salvo tantos siglos y, cuando quiso darse cuenta, ya paseaban por las naves y el deambulatorio, tomados del brazo, como dos amantes en la modernidad. Deambular. Andar sin prisa ni rumbo, atentos sólo al placer de la charla.

La mujer calva asumió que, no sólo debía iniciar la conversación en la catedral, sino mantenerla viva hasta el alba, momento que cualquier entendido reconoce como el de la separación inevitable y dolorosa de los amantes. No quedaba otra opción. El bueno de San Pablo, desarmado, despojado de su pedestal, hecho carne, carne vieja y arrugada, carne de viejo dictador que, junto a su inseparable aliado, San Pedro, se habían erigido, tras la dura batalla contra sus competidores, aquellos herejes coptos liderados por María de Magdala, en padres de la futura Iglesia y, por lo tanto, con derecho a proclamar y establecer, asistía al paseo como un espectador mudo, anciano, frágil, apoyado casi en la mujer, que lo guiaba, ¡a él!, incapacitado para el decreto y la proclama.

Llegó el inevitable y doloroso momento de la despedida. San Pablo no paraba de llorar. Se enjugaba las lágrimas con el manto. La mujer calva y tatuada lo consolaba acariciándole las mejillas húmedas. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo podía volver a su puesto como si nada? ¿Cómo iba a explicárselo a su anciano y terco compañero? La mujer calva le recordó que lo importante era no olvidar. Antes de la separación definitiva, San Pablo le hizo prometer a la extraordinaria mujer que lo había observado durante dos meses que, si por casualidad coincidía con La Magdalena en alguna de las próximas paradas, le hablaría de su conversación y le transmitiría su arrepentimiento.

El bueno de San Pablo. Dos veces converso.   

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