Es Bibliotecaria Escolar, cursa la carrera de Bibliotecóloga y se desempeña desde 1990 en la educación pública como Profesora de Literatura. Desde 1995 a 2005 coordinó el Taller “El Revés del Cielo” en la Municipalidad de Zárate, provincia de Buenos Aires. Junto al músico Alejandro Dinamarca tuvo a su cargo talleres de Arteterapia para adultos mayores. Desde 2010, con Alejandra Correa coordina el programa “Poesía en la Escuela”. Organizó concursos de plástica y literatura y participó en mesas de lectura en Festivales de poesía de su país, Chile y Perú. Efectuó investigación, compilación y prólogos (además de ser la coordinadora editorial de la Biblioteca Isleña) para volúmenes de Ediciones en Danza. En co-autoría con Alejandra Correa (en todos los casos) y con Javier Galarza, se difundieron artículos sobre didáctica y poesía en la escuela, tanto en revistas como en libros. En 2009 se publicó su antología de la obra de Olga Orozco titulada “El jardín posible”; en 2010, en edición bilingüe (castellano-alemán), su antología de la misma poeta, la cual prologó, “En la rueda solar”, presentada en el Centro de Arte Moderno de Madrid; y en 2012 su antología de los artículos periodísticos de Olga Orozco: “Yo, Claudia”. Entre 2003 y 2016 fueron socializándose sus poemarios “Caballos de arena”, “Estuario”, “Las sanadoras”, “Nautilus” y “Hebra”.
La punta del ovillo.
Nací un 24 de junio de 1971. Solsticio de invierno y fecha sagrada para muchos pueblos originarios. Día de fogatas y queimadas, de dejar ir lo viejo y reafirmar la fe en la oscuridad. Cuentan que mi madre iba maquillada y con su mejor vestido porque habían salido a cenar con unos amigos y sobrevino el parto.
Crecí en Villa Amelia, una pequeña localidad del conurbano bonaerense. Mi padre tenía taller y agencia de autos, mi madre trabajaba de secretaria en una fábrica. Tengo dos hermanos que heredaron el oficio de mi padre.
No puedo fijar la infancia en un solo lugar. He pasado mucho tiempo en casa de mi abuela Paula, modista, inventando tiendas y vestuarios para mis muñecas, debajo de las sillas, con las telas maravillosas que me obsequiaban las clientas, o recortando personajes de las revistas e inventándoles historias que escribía en un cuaderno de tapas rojas.
Durante los primeros veranos veníamos a Nautilus, la casa de la isla. Nos gustaba nadar, pasear en lancha y explorar el monte hasta donde nos permitían las lianas y las espinas de la zarzamora. Pablo, mi hermano mayor, abría el paso con el machete y yo lo seguía hasta la panadería abandonada en donde tallábamos nuestros nombres con algún carbón robado en la cocina. Pronto, a este paraíso, llegaron las primeras lecturas. Bajo un mosquitero de algodón que mi padre colgaba de las casuarinas construí mi reino de palabras. “Sandokán” de Emilio Salgari, “Los tres mosqueteros” de Alexandre Dumas, “Veinte mil leguas de viaje submarino” de Julio Verne, “Fabiola o la iglesia de las catacumbas” de Cardenal Wiseman, “Papaíto piernas largas” de Jean Webster…, toda la Colección Billiken desfiló por esa tienda.
No había aún luz eléctrica en el delta. Al atardecer, cuando los mosquitos volvían insoportable el exterior, subíamos a la casa a encender las lámparas. Jugábamos al chinchón y comíamos tortas fritas; sentada en mi lugar preferido de la casa, anotaba minuciosamente las aventuras de ese día en mi cuaderno y sabía que habría de ser maestra y viviría en esta casa.
En algún momento que no puedo precisar, mis padres comenzaron a llevarse muy mal y nosotros, los hijos, sin ser muy conscientes de eso, tomamos partido. Desde entonces y hasta que pudimos reconciliarnos con la publicación de “Estuario”, fui la “hija de mi padre”.
Comencé el secundario con la apertura democrática del ‘83. La calle era una fiesta, había recitales gratuitos casi todos los días y busqué amigos mayores para que me permitieran salir en grupo con ellos. Escuchaba a Tom Lupo en la radio, en el programa “Submarino Amarillo”: por ahí se coló la poesía. Pink Floyd y Luis Alberto Spinetta fueron mis primeros descubrimientos. La necesidad de escribir y comunicarme era inmensa, “lejos de la paciencia de las familias”, como decía un verso de Enrique Molina que había escrito como santo y seña en la puerta de mi habitación infranqueable, llegué a cartearme con setenta personas a través de las direcciones que conseguía en la radio o en las “Cantarock”. A través de esas cartas y de la música se abrió un nuevo sistema de lecturas; leí a Carlos Castaneda y Antonin Artaud por Spinetta, a Olga Orozco por Molina, a Alejandra Pizarnik por Orozco, a Julio Cortázar por Pizarnik. Participé de un taller literario en la escuela donde escribí mis primeros poemas, canté en una efímera banda de rock que versionaba a Serú Girán y compuse algunas canciones.
En 1989 militaba en la juventud franciscana. Queríamos cambiar el mundo. Los domingos íbamos al Instituto de Menores “Riglos”, a jugar con los chicos internados allí; cuando se profundizó la crisis económica salimos a pedir a los comerciantes materia prima para cocinar en la capilla y la gente podía pasar con su olla al mediodía para llevar algo de comer a su casa. Entendí la diferencia entre caridad y solidaridad. Ahora que me siento tan lejos del catolicismo, sigo viendo en San (no sea cosa que se interprete como el papa Francisco) Francisco y en su doctrina algo verdadero, una mirada de convivencia con las criaturas del mundo que celebro y respeto.
La adolescencia terminó abruptamente ese año, nos fuimos de vacaciones al sur con ese grupo y volví embarazada de Juan, mi hijo mayor. Me casé y me fui a vivir a Zárate. La crisis nos había arrebatado la lancha y con ella la posibilidad de seguir yendo a la isla. Zárate puso distancia entre todo lo que formaba parte de mi mundo y yo. Pasarían años para despertar e ir en busca de lo que me pertenecía.
Por ejemplo, aquello que habías pronosticado: “y viviría en esta casa”.
Creo en lo que el poeta sanjuanino Jorge Leonidas Escudero llamaba “el pálpito”, esa primera impresión de las personas o los acontecimientos que después olvidamos pero contiene una verdad que más adelante va a confirmarse. A los once años extravié mi documento de identidad y bastante tiempo después lo encontré en la casa de la isla. En ese gesto involuntario está “el llamado a la aventura”, ése y no otro era mi camino.
Necesité olvidar la isla para vivir en la ciudad, pero comencé a tomar clases con Alberto Muñoz y a trabajar en Ediciones en Danza con Javier Cófreces, justo cuando ellos escribían “Tigre”, la obra más importante sobre el delta.
Me resistí, estuve en julio del 2010 en España y comencé a ahorrar dinero para quedarme a vivir allí; llegó el verano y con unos amigos alquilamos una casa en el río Carapachay. Allí tuve un sueño premonitorio y decidí ocuparme de este lugar abandonado por mi familia hacía tantos años. El pálpito se confirmó cuando el vecino que construyó el muelle me proporcionó el primer presupuesto para la madera: era la cantidad de dinero exacta que había ahorrado.
Has conocido y tratado personalmente a quien obtuviera en 1998 el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe “Juan Rulfo”, la pampeana Olga Orozco (1920-1999). Y a otro pampeano notable, Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929-2010). Y a ese sanjuanino con mucha obra, publicada a partir de sus cincuenta años, y gran reconocimiento: Jorge Leonidas Escudero (1920-2016).
La presencia de Olga en mi vida ha sido constante desde muy temprano. Compré una antología suya del Centro Editor de América Latina en la adolescencia, junto con “Hotel pájaro” de Enrique Molina. Fueron mis dos primeros libros de poesía. Claro, por entonces me costaba pensar que esas personas vivían y ofrecían recitales. Llevaba a todas partes esos libritos de bolsillo, atormentaba a mis amigas leyéndoles esos poemas.
En 1997 residía en Zárate, me había separado y tenía dos hijos pequeños. No tenía mucho contacto con “la capital”, eran años de vacas flacas y alquileres altos. Supe por un diario que Olga iba a leer en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (actualmente CCEBA) y allí fui. Lloré durante toda la lectura y Jorge Boccanera me prestó su pañuelo. Él fue quien me la presentó. Entonces le entregué lo único de valor que tenía para darle: mi juego de runas. Ella me extendió un papelito con su teléfono y me dijo: “Niña, venga a mi casa a tomar el té, que usted y yo tenemos que hablar”.
Sigo en diálogo con Olga, me acompañan sus talismanes, sus consejos y la extensa obra periodística que escribió con diferentes seudónimos para la Revista “Claudia”. Vuelvo a esos textos cada vez que lo necesito y es así como el diálogo continúa.
Cuando comencé a estudiar literatura tenía altas expectativas con respecto a la formación poética. Pronto me di cuenta que la poesía y la academia, al menos en esa época y en ese lugar, no se encontrarían nunca. Fueron los festivales, las lecturas, o los amigos poetas quienes nutrieron esa sed. Así fue con Orozco y tiempo después con Bustriazo y con Escudero.
A Juan Carlos Bustriazo Ortiz lo conocí a través del querido y generoso poeta Sergio De Matteo. Fue él quien lo llevó al “Flamenco Bustriz” (así lo llamaban) a la presentación de “Estuario” en la Casa Museo Olga Orozco, de la ciudad de Toay, donde Olga naciera. Su poesía deslumbrante y chamánica me interesó vivamente, al punto que cambié mis planes de viaje y acompañé a De Matteo y a Bustriazo al Festival Internacional de Poesía de Rosario, en donde se realizó un reconocimiento a la trayectoria del poeta.
El encuentro con Jorge Leonidas Escudero fue en su casa. Le realizamos una entrevista junto a Javier Cófreces (la encontrarán en mi canal de Youtube). Pasamos el día con él y sus hijas y por la noche fuimos juntos al Casino. Era mi primera vez y al poeta lo entusiasmaba la posibilidad de que eso le diera suerte. Volví a verlo al año siguiente para la presentación de su “Poesía completa”. Chiquito, como le decían sus amigos, era un ser humano excepcional, un hombre que comenzó a escribir cuando el cuerpo ya no le dio para seguir escalando los cerros en busca de piedras; entonces se dedicó, como él decía, a “buscar el oro de la palabra única”.
Si una iniciativa hay que no deberíamos saltearnos en una conversación que propende a darte a conocer del modo más amplio, es la de creadora, al menos en nuestro país, de Bibliolanchas en Red.
El trabajo en red es el tipo de interacción comunitaria que, de todos los posibles, más me interesa. Así sucede con Poesía en la Escuela (poetas y docentes de todo el país que año a año realizan el festival en sus escuelas) y también con Bibliolanchas en Red, que reúne a tres comunidades rurales de tres países que cuentan con una bibliolancha: Quemchi en Chiloé, Villa Victoria sobre el Río Putumayo, en Colombia y el delta de San Fernando tienen mucho en común; atienden poblaciones con necesidades similares y une a sus proyectos los mismos ideales: llegar con la palabra a los lugares más aislados, convidar a la lectura de materiales cuidadosamente elegidos, retomando una frase de Gianni Rodari [1920-1980] que siempre nos acompaña: “El uso total de la palabra para todos me parece un buen lema, de bello sonido democrático. No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”.
En 2018 nos proponemos escribir un libro de mitos y leyendas junto a los niños y jóvenes y luego editarlo en los tres países. En Argentina contamos para eso con el apoyo de la CONABIP (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).
Qué intereses te rondarán o habrán rondado en el área de lo artesanal.
La labor artesanal implica un uso diferente del tiempo. Me importa sobre todo eso, no tanto el producto en sí, sino el estado de bienestar que me genera estar tejiendo o bordando, o pintando con acuarelas. No hay un fin comercial ni una pretensión artística. Hace poco aprendí a trenzar canastos de sauce y palmera. La sensación de estar en un círculo de mujeres que tejen es poderosa. El bordado vino con la escritura de “Hebra”. Soñé con la frase “tejedoras de Dalcahue” y allí se inició la investigación sobre las tejedoras de diferentes zonas, sus herramientas y procedimientos, el sentido de sus diseños. Tuve que pasar esa experiencia por el cuerpo y convertirme en tejedora para terminar el libro.
¿De cuál o cuáles siguientes tres citas te percibís más próxima?: Gilles Deleuze: “Hay que ser bilingües incluso en una sola lengua, hay que tener una lengua menor en el interior de nuestra propia lengua, hay que hacer un uso menor de nuestra propia lengua.” Ernesto Sábato: “Poderío del Lenguaje”: “La riqueza del lenguaje podría ser medido por el número de las palabras, pero no su poderío. Hay escritores que se arreglan con un vocabulario restringido, pero que sacan matices y partido del que tienen, por la maestría en la colocación: pueden no tener o no querer tener piezas, pero tienen posición. Como en el ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no sabe que a veces sostiene una posición.” Emmanuel Kant: “El sueño es un arte poético involuntario.”
La búsqueda de un lenguaje propio, de esa lengua menor de la que habla Deleuze es la única tarea posible para quien escribe. Creo en el oficio, en la orfebrería de la corrección, palabra a palabra para ir tras esa lengua propia que, por supuesto, es inalcanzable. Sin embargo, en el origen de cada poema, al menos en mi caso, está el sueño, la visión, el relámpago; luego la tarea consiste en traducir esos fragmentos.
Es a la isleña Marisa Negri a quien precisamente le acerco esta “inquietud”: Ricardo Piglia en “El último lector”, a partir de esa tan divulgada pregunta: “¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta”, considera que la misma incluye a otras dos, las cuales, apenas retocadas, te formulo: “¿Qué libro leerías si no pudieras hacer otra cosa?” y “¿Qué libro creés que te sería de ‘utilidad’ personal para sobrevivir en condiciones extremas?”.
Me angustia esa pregunta. Vivo rodeada de libros, son imprescindibles para mí. Construí una vida en donde el contacto con el libro ha tenido todos los abordajes posibles; como maestra, compartiendo lecturas con mis pibes y enseñando a escribir; como bibliotecaria, desarrollando una colección relevante para el lugar en donde trabajo; como editora, sacando a la luz textos que estaban perdidos u olvidados; como poeta, escribiendo. Todo es leer y escribir. Pero vuelvo a tu pregunta. El libro que me ayuda a sobrevivir en condiciones extremas es “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke, y el que leería si no pudiera hacer otra cosa sería la obra completa de alguno de mis poetas amados: Arnaldo Calveyra, Orozco, Francisco Madariaga, Miguel Ángel Bustos, Escudero, Héctor Viel Temperley, Bustriazo…
Entre “Caballos de arena” y “Hebra”, ¿qué fue cambiando en tu poética?... ¿Tenés, tendrás, aunque no necesariamente para socializar en lo inmediato, un nuevo libro o compilación de la obra de algún autor?
“Caballos de arena” es un libro que ha quedado muy lejos del resto. Es intimista, catártico, un poco adolescente también. Aun así es un libro querido por lo que representa en mi vida; una joven mujer con hijos pequeños, recién separada, escribiendo desde ese dolor. Más que los poemas en sí, allí cobró valor lo paratextual. Para la presentación del libro en la biblioteca del pueblo montamos una escenografía con cartas de tarot gigantes y caballos de papel; Nadia Sandrone, una talentosa amiga actriz, entraba a escena entre poema y poema jugando con agua, tierra y fuego. También toqué la guitarra y canté junto a dos guitarristas y un percusionista. Lo volvimos a presentar con gran suceso en las ciudades de Ramos Mejía y Capitán Sarmiento. De allí surgió un grupo de amigos que a veces coordinábamos talleres de educación por el arte.
Luego me mudé, comencé mis estudios de poética con Alberto Muñoz y eso lo cambió todo. “Estuario” fue un largo reencuentro con mi madre a partir de escenas familiares que volví a narrar tomando la idea de John Berger: “El pasado es la única cosa de la que no somos prisioneros. Podemos hacer con el pasado lo que se nos dé la gana”. Entonces, tomando esa licencia reescribí parte de la historia familiar.
Para “Las sanadoras” me alejé de lo personal; es un libro de mujeres que curan y mujeres que rezan, una exploración de esos saberes ancestrales sobre los yuyos, los huesos, las señales del cielo. Un grupo de mujeres en Balsa Las Perlas, provincia de Río Negro, lo transformó en una obra teatral. Conocí a la poeta neuquina Macky Corbalán [1963-2014] ese día, el del estreno: fue un encuentro breve y luminoso.
En “Nautilus” el tema es la construcción de la casa, el regreso al río y al padre. Es un libro inconcluso, pero tal vez ese sea su signo; ahora que vivo aquí, y el delta es el universo cotidiano de lanchas, y niños y perros, se desdibuja como objeto poético, forma parte de un misterio mucho mayor aún.
Con “Hebra” vuelven las mujeres a dominar la escena, esta vez tejedoras de distintos lugares de América, de diferentes épocas. Intenté en él recuperar esas voces, tejer. Hay poemas que funcionan como urdimbre y otros son trama. Dos muertes y dos nacimientos queridos y cercanos sucedieron en torno a esos textos mientras escribía “el origen y el final son una misma cuerda”.
Lo que viene: una recopilación de “Mitos que viajan por agua” contados e ilustrados por niños y jóvenes de Argentina, Colombia y Chile. Formará parte del recorrido 2018 de la Bibliolancha de la Biblioteca Popular Santa Genoveva, y también del bibliobote de Villa Victoria (Putumayo, Colombia) y la Bibliolancha Felipe Navegante (Quemchi, Chiloé, Chile). También me gustaría editar la segunda parte de “Yo, Claudia”.
Certezas: ¿bastantes, sólo algunas o poquísimas?...
Algunas. Amo lo que hago, tengo vínculos fuertes y profundos con algunas personas, creo en las fuerzas naturales, en el amor, en la amistad. Elegí vivir en esta isla pero podría haber sido también en Granada, Montevideo, Salvador de Bahía o Chiloé. Siempre habrá un deseo nómade en mi vida sedentaria. Siempre viento y raíz serán parte de mi naturaleza.
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Entrevista realizada a través de correo electrónico: en el Delta, partido de San Fernando, y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, distantes entre sí unos 40 kilómetros, Marisa Negri y Rolando Revagliatti, abril 2018.
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