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Gregory Cajina: “A un adulto que tiene claro qué quiere hacer con su existencia pocas cosas le irritarán más que se lo hagan perder”

Gregory Cajina: “A un adulto que tiene claro qué quiere hacer con su existencia pocas cosas le irritarán más que se lo hagan perder”

jueves 02 de agosto de 2018, 01:00h

Gregory Cajina es emprendedor, asesor, educador y autor de referencia en liderazgo, educación y desarrollo personal. Reconocido como el coach más importante de España y uno de los 50 más prestigiosos del mundo, ha dedicado gran parte de su tiempo en plasmar en sus libros toda su experiencia y conocimiento.

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Buena parte de sus libros han sido bestsellers mundiales y ahora llega con “La vida empieza a los 40”, otro bestseller que nace con la intención de romper los moldes mentales de las personas. Si siempre hay un futuro, aunque la noche sea muy oscura, es porque Gregory Cajina nos ha enseñado a usar nuestro potencial para alcanzar nuestro destino. En la entrevista nos da algunas de las claves de su nuevo libro.

Si la vida empieza a los 40, ¿cómo denominaría a los primeros cuarenta años?

Posiblemente sea un ‘entrenamiento’ en un campo de pruebas que nos lleva, a menudo, a errores que, o seguiremos interpretando como tales y arrastraremos durante nuestra vida posterior como un lastre, o de los que aprenderemos para convertirlos en algo que podríamos llamar ‘sabiduría’. Muchos de estos errores habrán sido causados por no haber tenido de jóvenes –aún- la suficiente perspectiva como para saber diferenciar a) qué podemos –y hemos de- cambiar en nuestras vidas; y b) qué no y que quizás debiéramos aceptar con serenidad. El mundo, a fin de cuentas, seguirá girando igualmente estemos o no frustrados, dolidos, enfadados o confundidos.

Por otro lado, parafraseando a Jung, aproximadamente durante los primeros años de nuestra edad adulta invertimos tremendas cantidades de energía, tiempo, recursos y esfuerzo intentando conseguir lo máximo, tener lo máximo, y (de)mostrarlo al máximo posible de gente pues, subconscientemente, no nos hemos dado cuenta aún de que este viaje no durará para siempre. Así, mientras un adolescente puede permitirse perder el tiempo sin importarle particularmente, a un adulto que tiene claro qué quiere hacer con su existencia pocas cosas le irritarán más que se lo hagan perder. A partir de la mediana edad (que hoy día, gracias a la ciencia, la medicina y la tecnología abarca desde los 35 a los 60 años aproximadamente), tendemos a hacernos más ‘presentes’ en nuestra vida: al darnos cuenta de nuestra finitud, priorizamos cómo (en qué estado emocional), con qué (trabajos o proyectos que merezcan ese nombre) y con quién queremos pasar el máximo posible de nuestro tiempo útil antes de que se nos agote.

En la actualidad, los hijos se van de casa de los padres más tarde. ¿Eso implica que la madurez se tarda más en alcanzar?

Quizás estemos casi todos de acuerdo en que salir de casa es uno de los principales modos de madurar (entendiendo por esto la capacidad de tomar por fin decisiones por uno mismo, ser consecuente con las mismas y, además, ser capaz de buscar, pase lo que pase, cómo salir adelante cuando las cosas vengan torcidas). Salir de casa es esencial para que pasemos de una relación con nuestros padres de adulto-niño a adulto-adulto. En este sentido, esta fase de entrada plena en la vida ‘de los mayores’ depende en gran parte de la cultura o la educación de la que estemos hablando. En otras lo natural es que a los 18 aproximadamente el joven se busque la vida -con mayor o menor apoyo financiero de su familia y Estado- para que salga al mundo a estudiar, trabajar o, mejor, las dos cosas simultáneamente, y no siempre cerca del hogar familiar.

En España es difícil determinar si hubiera una sola razón que ralentice tanto la salida de casa pero resaltan dos claramente: una, el caracter mediterráneo tiende a aglutinar a las familias lo más cerca posible, por lo que muchos jóvenes crecen asumiendo que, cuando terminen su etapa académica, el mundo laboral les estará esperando con un trabajo ‘de lo suyo’, bien pagado, y a un par de paradas de bus de casa: las nuevas generaciones que están saliendo de España –y quedándose allá fuera- ya son testigos de que a menudo va a haber que sacrificar una de esas tres variables para desarrollarse –o madurar- como individuos. Una segunda razón, terrible, es lo bajos que son los salarios en proporción a los costes de vida mensuales en una sociedad que todavía favorece que haya que disponer de un título universitario para tener un buen trabajo. En otros países, donde la formación profesional o en un oficio se fomentan más y tienen una connotación social positiva, no es infrecuente poder aspirar a mejores trabajos que una persona en España con dos títulos universitarios. Y sin dinero, nos guste o no, en nuestra sociedad difícilmente puede haber independencia.

Hay cierto culto a la juventud y pretendemos ser jóvenes toda la vida. ¿Nos equivocamos en esa apreciación?

Además de nuestro tiempo, uno de los grandes tesoros que hemos de proteger es nuestra salud: querer cuidar y cultivar la mente, el cuerpo, el espíritu son necesarias para poder estar en la mejor de las condiciones para nosotros mismos, los que nos importan, y los proyectos que nos son significativos. ‘Joven’ es un término subjetivo en última instancia: si el cuerpo lo permite, y la mente lo imagina, nunca es tarde para hacer ese viaje, aprender ese idioma, participar en esa competición, vestirse como uno mejor se sienta, disfrutar de los sentidos. Aunque el deterioro biológico con los años es –por ahora- irreversible, tendría sentido buscar vivir no solo la vida más longeva posible, sino además lo más sana, independiente y dichosa posible. Y para eso hay que cuidarse por dentro y por fuera, a todas las edades. Y según vayamos dejando atrás la juventud y aparezcan esas primeras canas, saber encajarlo con deportividad y una pizca de humor. No aceptar nuestra propia edad y tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio es una de las maneras más rápidas no solo de envejecer, sino de sentirnos viejos.

La obsesión por ‘ser felices’ es, paradójicamente, lo que más infelicidad produce pues se centra en ‘lo que aún nos falta para serlo\'

Muchas empresas se desprenden de trabajadores de más de 40 años. ¿Se están equivocando?

Depende de la empresa y depende del trabajador. Dicho esto, en general creo que sí, y además de plano. Uno de los problemas es porque se vuelven demasiado caros (es más barato contratar a dos chavales de 22 años que a uno de 44 que lo sepa hacer mejor que los dos), demasiado incómodos (porque tienen más experiencia que sus jefes y además no se callan) y demasiado productivos (porque su tiempo libre es sagrado, por lo que en las horas de trabajo trabajan y no les suele gustar que les hagan perder el tiempo con reuniones absurdas, almuerzos de tres horas, compañeros quejicas o interrupciones innecesarias).

¿Cuándo se es más feliz, antes o después de los 40?

Primero habría que definir ‘felicidad’ pues, sorprendentemente, no existe aún un consenso. Personalmente, prefiero describirlo como un bien-estar (en dos palabras) de una manera razonablemente continuada en el tiempo, aun con obstáculos, achaques o golpes vitales sobre los hombros. Y una de las cosas que he buscado argumentar en el libro, apoyándome en estudios científicos, descubrimientos de la antropología y algunas pinceladas de filosofía entre otras, es evidenciar que estar-bien es, en última instancia, una decisión personal que solo es posible cuando a) aceptamos sin resignación ni rencor lo que no podemos cambiar; y b) nos mueve la motivación por avanzar y conseguir lo que podría estar a nuestro alcance, ni demasiado lejos, ni demasiado cerca. Y esto es posible a cualquier edad.

¿Tenemos sobrevalorada a la felicidad?

La obsesión por ‘ser felices’ es, paradójicamente, lo que más infelicidad produce pues se centra en ‘lo que aún nos falta para serlo’: esas veces que nos decimos ‘si tan solo tuviera (más o menos de X)’, ‘si tan solo fuera (más o menos Y)’. Por hacer un paralelismo, nadie se mete a una dieta salvo que a) tenga sobrepeso objetivamente o b) ‘crea’ que lo tiene subjetivamente, incluso aunque fuera una persona delgada. Centrarse en lo que nos falta es centrarse en escasez, lo que nos puede provocar desazón, miedo… o infelicidad.

Nadie que se centre en disfrutar las inmensas bendiciones que cada día nos son regaladas pierde el tiempo o drena su energía fijándose en las que aún les faltan. A fin de cuentas, una de las trampas de la mente es su resistencia a decidir para la propia vida que ‘lo bueno que tengo es, ya, suficiente’, y estar en paz con ello, sin frustración ni melancolía.

Centrémonos en todo lo bueno, y siempre lo hay, de lo que nos rodea y estaremos en paz con nosotros y nuestra vida: una de las claves de una dicha calma.

“Permanecemos vivos porque aprendemos cada día”

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Está claro que la sabiduría la dan los años, pero ¿qué se puede aprender hasta esos 40 años?

Aprender a aprender: a tener la actitud  y disposición de aprender de todo lo que nos suceda durante cada día de nuestras vidas. Permanecemos vivos porque aprendemos cada día; y gracias a que aprendemos cada día nos mantenemos vivos. Aunque experimente bien-estar, nuestro cerebro no está ahí puesto para ser feliz; está hecho para ser sabio.

¿Por qué ha fijado esa cifra mágica en los 40?

No es necesariamente mágica: una cosa es la madurez cerebral (que se produce alrededor de los 25 años) y otra la psicológica, que puede llevar una vida entera. Socialmente se habla de la proverbial ‘crisis de los 40’ –que en el texto busco rebatir- pero hoy día la mediana edad puede abarcar casi tres décadas. No se puede estar en crisis tanto tiempo: el cerebro sano se las  apaña para intentar mantenernos lo más dichosos posible aun tras el más duro de los traumas. Que el tiempo todo lo sana lo corrobora la neurociencia.

Siempre se ha hablado de la crisis de los 40. ¿Sigue manteniéndose o se está retrasando?

Personalmente, no creo que exista ‘la’ crisis de los 40: más bien creo que la que llamamos como tal es la consecuencia que se produce por el excesivo tiempo que necesitamos emplear para poder adaptarnos –es decir, aceptar e integrar en nuestro cerebro- a lo que sucede cuando ‘la vida nos sucede’: un despido, un divorcio, una enfermedad, un cambio de país, una decepción. Cuando la vida sucede, simplemente le es indiferente que nos agrade o no cada uno de los golpes que podamos recibir de ella: por eso es nuestra responsabilidad –y nuestro reto- superarlos cada vez.

¿Estamos preparados para vivir una vida en constante transformación?

Sí, pero solo si queremos. Nuestro cerebro está diseñado para aprender, que es otra manera de definir a la transformación: si la vida está en permanente cambio, si no se detiene, y nuestra influencia sobre ella es limitada, entonces la mejor opción que nos queda para vivir en sabiduría en moldear nuestra propia mente, nuestra disposición, nuestra actitud ante ella.

¿Debemos fijar prioridades en nuestras vidas?

Definitivamente, sí. Es sorprendente la inmensa cantidad de personas que tienen claras las prioridades de sus empresas, sus parejas, sus hijos, sus equipos de fútbol, sus religiones… pero jamás se han sentado a identificar las suyas propias. Por eso un gran porcentaje de las personas que se embarcan en procesos de coaching rondan la mediana edad: es, posiblemente, uno de los mejores regalos que se pueden hacer pues identifican –muchos por primera vez en su vida- qué quieren hacer con el resto de los años que les quedan por delante en lugar de continuar, como hasta ahora, atendiendo casi en exclusiva las demandas de los demás. Solamente cuando uno está bien enfocado puede aportar al mejor enfoque de los demás.

Recordar que somos finitos es un magnífico ejercicio para exprimir más cada experiencia vital

 Al pasar los 40 y ver que nuestro reloj biológico ha comenzado su cuenta atrás, ¿hace que se disfrute más de la vida?

Recordar que somos finitos es un magnífico ejercicio para exprimir más cada experiencia vital, por cotidiana que esta sea.

¿El éxito es la mejor meta para una persona?

No necesariamente. El cerebro humano se motiva más y a más largo plazo cuando está trabajando en el proceso de conseguir algo, no cuando ya lo ha alcanzado. Imaginemos quizás un viaje que hayamos disfrutado particularmente: desde el momento que lo planificamos, hicimos las maletas, tomamos el avión… todo era anticipación, excitación. Pero una vez terminado el viaje, posiblemente sintiéramos esa especie de anticlímax que nos dejara algo melancólicos… hasta que comenzamos a planificar el siguiente. Si nos fijamos, todo progreso humano nace de personas que estaban incómodas por una situación o una problemática concretas y decidieron cambiarla… y una vez que lo consiguieron, se fueron a por la siguiente meta. El éxito permanente nos aletarga; el reto continuo mantiene a nuestro cerebro enfocado y a punto, algo crucial en los años de madurez posteriores.

¿Qué metas debemos fijarnos?

Las que a cada uno más le resuenen, las que querría poder decirse a sí mismo que ha alcanzado en su última noche aquí, posiblemente en estas áreas: laboral/emprendimiento, salud, dinero, familia/amigos, diversión, espiritualidad/desarrollo personal, aprendizaje de los mejores maestros y legado a la sociedad y el medioambiente.

¿Cómo debemos encontrar nuestro sentido en la vida?

Si tomáramos el modelo del cerebro 3-en-1, lo que la ciencia diría sería que hay tres sentidos diferentes: 1) el de nuestro cerebro más básico, el reptiliano, que es sobrevivir; 2) el del límbico o de leopardo, que es vivir bien y emocionalmente dichoso; y 3) el del cerebro pensante, que es el de hallar algo superior, más allá de nosotros, encontrar nuestro sentido aquí, quizás con unas pizcas de una trascendencia difícil de definir.

En coaching hay metodologías específicas para identificar el tercero y que no tienen nada de esotérico y sí mucho de introspección. Pero no es el único camino: hace falta papel, bolígrafo, un buen tiempo aislado de toda distracción y una brutal honestidad con uno mismo.

A menudo, no consiste tanto en encontrar el sentido, sino dejar que este nos encuentre a nosotros: y eso se produce en la quietud de un silencio ausente de móviles, emails y los diferentes facebooks que nos tienen anestesiados. Quien no se sienta a identificar su propio sentido acaba, a menudo inadvertidamente, por entregar su vida –sus horas diarias- a satisfacer el sentido de otros quizás con menos escrúpulos.

Como coach, ¿qué nos aconsejaría para alcanzar la finalidad de nuestras vidas?

Precisamente como coach, poco podría aconsejar: si de algo creo que sigo aprendiendo es que cada uno debe lidiar y liderar con coraje en sus propias circunstancias con la mayor confianza y entereza posibles, aun en los momentos más duros. Ahora bien, si tuviera que aconsejar algo a un buen amigo sería tan solo esto: cada mañana y cada noche, dedicar unos minutos aislado de toda distracción a reflexionar si la vida que estamos viviendo es el tipo de vida que queremos vivir. Si uno lleva demasiado tiempo frustrado por las cartas que le han tocado en el juego de la vida, o decide aceptarlas de una bendita vez con serenidad y deja de lamentarse, o las cambia con determinación aunque sea lo último que haga, pues esta vida no es de fogueo: es la oportunidad que se nos da de hacerla realmente única, realmente nuestra.

Cuando el cerebro percibe medias tintas o nos mostramos demasiado dubitativos, hace entonces lo mejor que sabe hacer, que es no cambiar nada. Y el tiempo aquí pasa endiabladamente rápido como para continuar posponiendo aquellas decisiones que sabemos que llevan demasiado tiempo esperando.

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