Convengámoslo: el título semeja haber sido perfectamente concebido para seducir. En efecto, ahora conocemos en este apasionante libro (luego de la larga letanía de la repetición de sus nombres por parte no solo de nuestros padres, sino de las amigas aficionadas a las celebraciones religiosas o de las tías pulcras y beatas o parientes que comulgan-de una u otra manera- con frecuencia con las cosas de la iglesia) muchos de los nombres de alguno de los santos -y también santas- que adornan la hagiografía de nuestra alta institución trascendental, un verdadero lujo espiritual.
Y aún cabe especular sobre dos cosas: la una, que únicamente conocemos una parte exigua de los nombres de quienes han entregado su vida con heroísmo y dolor en pro de la defensa de la fe o como convicción de sus ideas de trascendencia; y dos, la suerte de poder tener acceso a la parte iconográfica del evento, esto es, conocer la parrilla o las flechas o las cuñas asesinas que éstos sufrieron en sus carnes para defender su ideario. Tal información, claro está, añade un plus de interés y curiosidad, un morbo a mayores porque, así, no solamente podemos recordar de nuevo sus excelsos nombres, sino que podemos acceder a la viñeta que nos relata, de un modo directo, gráfico y actualizado, al trasfondo de su realista sacrificio.
Y ahí se pierde la estela, es decir, no sabemos después qué ha pasado; ignoramos si ha habido algún problemilla oculto que les impidió llegar directamente al cielo o están en cuarentena para expiar todavía alguno de sus pecadillos terrenales. A la vez, y eso es lo cierto, podemos ilustrar nuestras ignorancias conociendo de primera mano buena parte de la historia de Europa, cuajada la pobre de sacrificios sin fin para que cualquiera delos que fuese el santificado se pudiera poner de manifiesto lo que es, ay! el difícil camino que supone aceptar algo tan obvio, y real, y casi prosaico cual es el hecho –natural, perfectamente natural- de dejar de vivir. Y punto, como diría el pragmático.
¿Ejemplo de vida? ¿Ejemplo de muerte?
Ejemplos, al fin, a seguir como didáctica instructiva en este itinerario ilustrado que nos presenta este ameno y curiosísimo libro. Por ejemplo, san Quintín, cuyo cuerpo fue traspasado no solo de una lanzada de abajo arriba de su cuerpo sino que, el pobre, hubo de sufrir la visita inesperada de unos clavos incrustados en sus dedos, bajo las uñas (A pesar de ello, ¿han reparado en el gesto de “me la refanfinfla”, esto es, todo por la fe, que muestra la delicada figura casi renacentista del joven acuñando su devoción por un hipotético más allá? Soberbio. Por no hablar de santa Rita de Casia, donde además de la molesta espina clavada en la frente, se la ve acometida por abejas asesinas y un cilicio que, a buen seguro, no le deparó placer alguno en su uso, salvo, claro está, el placer no-físico de saber que sacrificaba su joven cuerpo en favor de una causa mayor cual fue la defensa, con su vida, de sus creencias.
En fin, precioso muestrario éste de la ‘santoralidad’ que honra la historia de la iglesia de fieles de verdad, sacrificados, y que a nosotros nos trae una enseñanza que, si bien ahora no está de moda (corren tiempos hedonistas) bien pudiera despertar, con el tiempo, la afirmación de alguna creencia trascendente que, en adelante, bien pudiera ser ejemplo de algo bueno, y elevado; de un viaje celestial por lo menos.
Amén.
(Lo de la virgen de las tres manos lo dejamos para otra ocasión, pues ahí la iconografía ha de ser más repensada en su simbología trascendente).
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