La narradora –la evocadora, con esmerada prosa, de personajes y escenas y acontecimientos-es la hermana de esa gran atormentada vital y poetisa excepcional que fue Marina Tsiviétaieva. Con un cuidado lenguaje culto, más que darnos una visión histórico-política (que suele ser lo habitual) de la época que le tocó vivir, va desgranando con pulcritud un panorama que, al final, es más un mundo de sentimiento burgués lo que describe (violentado tantas veces por los cruentos sucesos que fueron confeccionando la primera mitad del siglo XIX ruso, sobre todo bajo el terror aplastante de Stalin) que no ese violento cuadro realista en blanco y negro que también podría ser la representación de esa época histórica.
Anastasia, la narradora, cuenta además no sólo con la condición de protagonista directa que ha vivido los acontecimientos, sino con la perspectiva histórica que le permite observar, dada su longevidad, lo ocurrido con ritmo casi lírico de lo que ha sido su realidad vital; desde luego, su forma de observar: “Una mañana en París. Las sombras alargadas de las casas y de los árboles, las figuras de ángulos oblicuos de la luz, el fresco celeste, plateado, sobre la ciudad que se despertaba, cuya voz era… un ruido sordo”.
En el trasfondo del libro aparece siempre la poderosa figura de su hermana Marina, cuya vida le recorre, pues el texto concluye prácticamente con una alusión directa a la realidad de su fallecimiento: “En este lado del cementerio está enterrada Marina Ivánovna Tsviétaieva, nacida en Moscú el26 de septiembre de 1892; muerta en Yelábuga el 321 de Agosto de 1941” Fue el suyo un suicidio, después de una vida de penalidades, resultado de una entrega sin reservas a una idea no solo de la estética, de la poesía, sino de la libertad.
En medio, episodios de amor y de violencia, de poesía y amistad, de un vivir apasionado siempre en defensa de la dignidad, de la creatividad. A través de estas páginas rememorativas –que habían de tener, por cierto, su epígono real y homenaje a la poetisa en un museo dedicado a su recuerdo- hay detalles que se cuelan como un discurso emotivo y descriptivo de una efervescente y sensible personalidad. A Marina, por ejemplo, le gustaba especialmente la cultura francesa, de ello derivan unos trabajos tempranos de traducción de esa lengua al ruso, pero lo llamativo es que una persona de su carácter sintiese poco menos que veneración por una figura monolítica, discutido y casi teocrático como Napoleón, cuyo retrato figuraba de manera principal como decorado en su habitación. Otro héroe, sin embargo vengativo, habría de venir a sustituirle influyendo en la vida, más directamente, en la vida de la poetisa: Stalin.
Lo dicho, la narración es siempre –casi siempre- rememorativa, próxima, amistosa, respetuosa: “En otoño cumplimos Marina 18 años; yo, 16. (Ella, a veces) se acercaba a la estufa y proyectaba sobre los azulejos la sombra de un ganso, su truco favorito (¡Siempre decía que era un cisne!) Enseguida contestaba mi conejo. Discutíamos sobre qué sombra era la más bonita. Las dos acabábamos afirmando con caballerosidad: la tuya”.
El ritmo literario de Anastasia es siempre un ritmo cálido, propenso a la armonía, hacia un final oscuro, tal vez esperado: “El mar, que todo el día había sido una línea celeste, una franja ancha allá.., se había disipado en la enorme noche como un copo de nieve en una mano caliente” La enorme noche, una frase con valor de epitafio.
Anastasia logró con el tiempo, a pesar de todo, que se creara el Museo Marina Tsviétaieva en Moscú, inaugurado un año antes de su muerte en 1993, a los 98 años. Con ello la memoria de una buena parte de la mejor literatura rusa contemporánea quedaba redimida.
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