Alguien que vive en las nubes es alguien que no abandona la niñez, que no separa la realidad del sueño, que «no pierde de vista la camelia mientras contempla la montaña»; alguien «que persevera en una vida alta, libre y efímera». Escritos en las nubes, estos poemas podrían estar fechados en cualquier momento de la Historia; nadie hallará en ellos el menor vestigio de la civilización urbana. Y si sus palabras suenan a nuestros oídos como «una suerte de música antigua», sus imágenes discurren ante nuestros ojos como nimbos compostelanos en el cielo madrileño. Este desdoblamiento nos recuerda la figura de otro inolvidable amante de las nubes, Jules Renard, quien ejercía simultáneamente como intelectual en París y como alcalde en una aldea de Borgoña, por cuyos cielos —según presumía— cruzaban las nubes más bellas de Francia.
Si tuviéramos el capricho de improvisar una cronología moderna de las nubes, podríamos comenzar por Montaigne, quien a finales del siglo XVI observa: «Pese a reptar sobre el barro, no dejo de percibir la inigualable altura de algunas almas heroicas que se elevan hasta las nubes». Joubert, 1786: «El pensamiento se forma en el alma como las nubes en el aire». Azorín, 1912: «Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Mirándolas, sentimos correr nuestro ser hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas». Rilke, un año más tarde, desde Ronda: «Las nubes contribuyen a incrementar la grandeza de la montaña; se diría que la hacen pensar». Eugenio d'Ors, 1919: «Todas las nubes que no miramos con amor son una nube cualquiera». Wittgenstein, 1953: «Las nubes no pueden construirse. Y por ello, el futuro soñado nunca se hace realidad». Porchia, 1966: «Cuando no ando en las nubes, ando como perdido». Sarrionandia, 2012: «Mis primeros mapas fueron las nubes». Martínez Conde, 2017: «Democracia de las nubes en el cielo: una bella república».
Desde los orígenes mismos de la cultura occidental —unos orígenes que no tienen fin, como advierte Foucault—, poesía y filosofía unieron sus destinos a través de la metáfora, esa figura retórica que hace posible, en palabras de Aristóteles, «trasladar a una cosa el nombre de otra» (Poética, 1457 b). María Zambrano señala en El hombre y lo divino (1955): «Filosófico es el preguntar, y poético el hallazgo. En la primera etapa de la filosofía griega encontramos ese momento feliz de las nupcias entre filosofía y poesía habidas en Heráclito, Parménides, Empédocles. Luego, la filosofía entró en disidencia con las imágenes de los dioses, y fue perseguida en nombre de ellos». Así pues, ese vínculo auroral portaba consigo la semilla de una polémica que hizo eclosión alrededor del año 500 antes de nuestra era, cuando Jenófanes de Colofón (poeta, no menos que filósofo) tuvo el coraje de afirmar: «Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo aquello que para los hombres resulta vergonzoso» (Fragmento 11). La respuesta de los poetas consistió en «burlarse de los filósofos, comparándolos con perros que ladran en vano», como atestigua el fundador de la Academia (Leyes, XII, 967 b), aquel laboratorio del saber que abrió sus puertas en Atenas un siglo después de la censura de Jenófanes y una década antes de que la reacción antifilosófica se cobrase la vida de Sócrates.
En su irónico y lacónico diálogo con el rapsoda Ion de Éfeso, Sócrates, valiéndose de metáforas, lleva a acabo la primera tentativa de formular una poética: «Te transporta una fuerza divina, parecida a la que hay en la piedra magnética. Esa piedra no solo atrae anillos de hierro, sino que les infunde su propia fuerza, de modo que a veces se forma una larga cadena de anillos, suspendidos los unos de los otros. Del mismo modo, la Musa crea inspirados, cuyo propio entusiasmo encadena otros. El espectador es el último anillo de la cadena. Tú, rapsoda [es decir, recitador], el intermedio; y el propio poeta, el primero de los que penden de la Musa» (533 d-536 c).
El carácter magnético de la inspiración —consustancial a la enigmática capacidad de la inteligencia para establecer analogías entre los elementos del universo— desata una cadena de entusiasmo, o si permutamos el símil de Platón por el de Valéry, una danza verbal: «Un poema es acción, porque no existe más que en el momento de su dicción: entonces está en acto. Decir versos es ejecutar una danza verbal» Así discurría el poeta francés en una conferencia de 1936, «Filosofía de la danza», cuyo hilo conductor retomará en sucesivas reflexiones: «La operación del poeta se ejerce componiendo a la vez sonido y sentido. Un poema solo existe en el momento de su dicción, y su verdadero valor es inseparable de esa condición de ejecución» (1938). «Todo poema reducido al texto desnudo está incompleto. El poema carece de sentido sin su voz» (1943). «La poesía no tiene existencia más que en dos estados: el de composición y el de dicción» (1944).
El purismo de Valéry tornaría superflua la publicación de cualquier poemario, si no fuese por el hecho de que el oyente, el lector, el receptor —ese último anillo de la cadena de inspirados— se halla en condiciones de reconocer, reproducir, reinterpretar el sentido, el sonido e incluso el colorido de la voz original. No es otra su contribución a esos negocios del espíritu que el poeta y el filósofo patrocinan desinteresadamente desde su bella República.
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