Xabier Legrand echa a andar su propuesta con una escena propia de la tradición de películas de jueces y abogados. Miriam (Léa Drucker) y Antoine Besson (Denis Ménochet) se han divorciado y los vemos sentados frente a la jueza que dirimirá si su hijo de once años, Julien (Thomas Gioria), que ha expresado su voluntad de continuar viviendo con su madre, deberá ser “compartido” también con su padre, decisión que finalmente toma. Continúa así el calvario (cuyo inicio el espectador debe situar algún tiempo antes a partir del desarrollo de la trama), no sólo para el niño, sino también para la madre.
Desde el punto de vista de la estructura narrativa, Custodia compartida no muestra alardes. La historia avanza de manera lineal y cronológica, con las necesarias elipsis para contar el día a día de la “nueva situación” sin tener que mostrarlo todo, hasta el desenlace que, no por lógico y esperado, templa los ánimos. Es en los silencios (en especial durante los trayectos en coche de padre e hijo, sólo interrumpidos por los interrogatorios a los que el padre-ogro somete al hijo), en las miradas de los protagonistas, sobre todo la de Julien, en los gestos y las conversaciones que no podemos oír porque estamos cerca, pero no lo suficiente, y hay ruido de fondo (la prolongada y angustiosa escena de la fiesta de cumpleaños de la hermana mayor de Julien), y en los sonidos naturales (los timbrazos continuos de madrugada en el portero del piso que Miriam y Julien han alquilado; el ruido mecánico del ascensor en su lento discurrir hasta detenerse en el rellano que separa a las víctimas de su verdugo en la explosión final) donde reside la grandeza de Custodia compartida. Llegados a este punto, lo que había empezado como un drama familiar con tintes judiciales, se ha convertido ya en una auténtica historia de terror. Un terror aún más temible, palpable y cercano, por cuanto no proviene de seres preternaturales, como nos ha acostumbrado el género, sino de la cruda y, por desgracia, familiar realidad de la violencia de género.
El otro gran logro del cineasta es, precisamente, su tratamiento de esa violencia. Cabría esperar escenas de impacto visual directo. Sería el recurso fácil, que tanto abunda en el cine barato de acción de usar y tirar. Sin embargo, salvo dos momentos en los que “vemos” esa violencia de cerca (y aún en la explosión del desenlace se nos filtra mediante las mirillas de las puertas, tanto la de la casa de la madre y el hijo, como la del piso de enfrente, donde vive una anciana), la “sentimos” de principio a fin gracias a esos recursos expresivos mencionados en el anterior párrafo. Objetivo cumplido: angustiar y estremecer al espectador con la amenaza inminente de que lo peor está a punto de estallar. Y vaya si lo hace, aunque no antes de tiempo. El autor juega con la contención hasta que llega el momento de soltar las riendas. Lo demás sigue un patrón lógico, sin efectismos, ni giros inesperados, ni innecesarias vueltas de trama.
Abandoné la sala de cine con una mezcla de emociones. Por una parte, me preguntaba qué oscuro instinto masoquista me había llevado ante un artefacto del que sabía de antemano que me iba a perturbar e, incluso, a jorobarme el sueño. Por otra, me encontré satisfecho con el resultado, como también había intuido. Un triunfo del arte entendido como el empleo premeditado y laborioso de recursos y técnicas con el noble objetivo de aportar placer estético al espectador, a la vez que animarlo a preguntarse por el mundo en el que vive.